Poetas panameñas
- REDACCION
- - Publicado: 06/9/2004 - 11:00 pm
La ausencia de las damas en la primera generación de vanguardia será superada en la segunda generación con nombres como Esther María Osses, 1914-1990, Rosa Elvira Álvarez 1915-1997, y la más descollante por sus logros formales, Stella Sierra, 1919-1997.
La primera, Esther María Osses, orientará su obra hacia la poesía de solidaridad social, reclamo de justicia y exaltación de la lucha revolucionaria americana en libros como Poesías en limpio, de 1965, y Crece y camina, de 1971. Si embargo en sus primeras obras Mensaje, de 1946, y Los niños y el mar, de 1954, mostró una calidad lírica de gran fuerza expresiva.
Rosa Elvira Álvarez es la del grupo la más alejada de la vanguardia y su poesía tiene resonancias tradicionales. Sus mejores poemas se distinguen por expresar con belleza la nostalgia de su patria y sus tradiciones, el amor, sus vivencias rurales, siempre desde una óptica sensual. Su obra muestra una preferencia por el romance, como se puede comprobar desde su primer libro, Nostalgia, publicado en 1942, hasta El alba perdurable, en 1977, que contiene los poemas de todos sus trabajos: Nostalgia, El alba perdurable (1968), Romance de la montuna (1969) y Siete sonetos al Escorial (1970), éste último de gran fuerza mística.
Pero sin duda que la de mayor estatura y una de las voces mayores de la poesía femenina panameña en Stella Sierra, cuya obra es de una sólida estructura lírica, en la que se destaca su gran dominio de la métrica, una rica imaginación, y un lenguaje impecable y estético. La obra de Stella Sierra recogida en sus libros Canciones de mar y luna, (1944), Sinfonía jubilosa en doce sonetos (1944), Libre y cautiva (1947), Cinco poemas (1949), Poesías (1962), Presencia de recuerdo (1965), Aguadulce (1969), y Libre y cautiva, verso y prosa (1984), es de las mejores muestras de la corriente "purista" que tiene la poesía vanguardista panameña.
A esta generación también pertenecen autores que tuvieron una destacada participación en la vida literaria panameña, como son Lucas Bárcenas 1906-1992; Roque Javier Laurenza, 1910-1984; Eduardo Ritter Aislán, 1916; y Mario Augusto Rodríguez, 1919.
Llevo una angustia en los ojos
y otra más honda en el alma
por haber visto estos cielos
y estos mares verde-plata.
Las manos las traigo pálidas
y largas por la nostalgia,
gaviotas de picos rojos
sin un hogar ni una patria.
Tras esa sonrisa dulce
hay otra sonrisa amarga
por las sales de otros mares
y espejismos de otras aguas.
De arañar tanto el recuerdo
las uñas llevo gastadas;
la soledad ha vestido
de blanco todas mis lágrimas.
Quisiera volver a veros
esmeralda de mi patria,
Panamá que yo recuerdo
pequeña y enamorada
de los crepúsculos rojos,
sensual, joven, extasiada,
con el traje a la rodilla
y una cesta de guayabas,
mostrando los dientes blancos
y una cintura delgada.
Ciudad cabellera al sol,
ciudad música lejana,
peinándote descuidada
entre abanicos de palmas:
cuando yo te vuelva a ver
estaré ya tan cambiada!
Ha enmudecido la alondra
porque se rompió las alas.
Llevo una angustia en los ojos
y otra más honda en el alma…
Hoy, en lomos de un deseo
he llegado hasta tu playa;
cabalga la realidad,
la realidad tan amarga.
De tanto cruzar los mares
ya no mido las distancias;
me echo a volar otra vez
goteando, vivas, mis ansias.
Hombre de mediana estatura,
en el alma llevo estampada
tu figura.
Si yo fuera surrealista,
te pintaría con un solo oblicuo,
claro, profundo y sadista.
Tu boca: hendedura larga,
jugosa y gruesa y marga.
Tu espalda encorvaría
con la joroba de la melancolía.
El retrato terminado,
en la pared te clavara
como a un crucificado.
Con tu ojo largo,
tu boca gruesa
y tu beso amargo,soñaría.
Rubia Magdalena
que se muere
de melancolía.
En esta casa a veces encantada
transcurrieron veinte años como un día
y los hijos crecieron
a traición por las noches.
La abeja con sus mieles transparentes
envenenó al anciano sicomoro,
los perros del color de las arenas
grandes como leones van y vienen;
uno persigue loco por el suelo
con la sombra de la hoja desprendida
las de las mariposas desveladas,
el otro caza al vuelo las abejas
y ataca algún galán desorientado
invulnerable por sus cuatro llantas
mientras los surtidores
giran, giran y giran
deshijando los cálices del agua
tu ofreciendo en sus cúpulas de niebla
el arco iris de los colibríes.
Y entonces, por la tarde
una alegría aún incomprensible
viene a llorar al quicio de mi puerta.
Nadie, ni tú, ni él
comprenden la tristeza
del cascabel.
Cascabel es mi lengua,
campana mi corazón;
cascabel y campana
eso soy yo.
El cascabel de cobre
habla de amor,
la campana de bronce
habla de Dios.
Este dolor redondo
del cascabel
que ríe y tiembla y vibra
es de mujer.
Espuma, sombra, canto
giran en él,
lo atraviesa la pena
con su alfiler.
En la grave alegría
de la campana,
lloro yo cada día
dentro del alma.
Agonía en los ojos,
baile en los pies;
si mejor te parece
dilo al revés.
El sabor más amargo
está en la miel
y en cascabel de nupcias
luna de hiel.
Sombría noche eterna
en la campana
y un gozo en el reverso
de la manzana.
Bronce y cascabel vivo
en la alegría
y en mis penas un goce
de muerte viva.
Vienes fuera de tu cuerpo
andando sobre las ascuas,
quien te ve no te conoce
por más que no lleves máscara
y nunca sabrán si fuiste
hembra turbia o mujer clara
aunque San Gabriel envidie
la candidez te tus alas.
Sentada sobre los siglos,
sobre ti misma
sentada,
eres germen de tormentas
que el amor divino amaina.
Tan llena andes de tu Dios
que besas su imagen
santa en rostro de pecadores
con inocencias de gata.
Voluptuosidades de ángel
emanan de tu substancia.
¡Oh, Isabel, santa de Hungría,
la ingenuidad de tu alma
sublimizaba tu cuerpo
dadivoso y con la palma
de la noche de los sordos
-la noche de las dos albas-
ibas del cielo al infierno
toda hielo y llamarada,
hielo de ser sin confines
y fuego de sa hora santa
en que el amor sobre un orbe
sin fronteras se derrama!
Y tú detrás de mis ojos
por mis dos nombres me llamas
mientras taciturna invades
los desvanes de mi alma.
Qué florecer de sol, de luz y brisa
trae en su cesta verde mi verano…!
Qué fragancia lustral, qué juego vano,
qué repicar del aire tan de prisa…!
El limonero en flor y la imprecisa
quebrada azul que corre allá en el llano…
La rosa de oro que soñó el lejano
placer de dar la vida en la sonrisa…
Gloria de amanecer, lumbre de cielo,
embriaguez de la acacia que es el vuelo
de una avecilla frágil, libre, pura…!
Verano, amor, encanto, dios orfebre:
báñame en tu rocío y en tu fiebre
para gozar de toda tu hermosura…!
Por sentirme despierta en la cautiva
morada oscura de tu sangre, llevo
este amargo laurel de gajo nuevo
y esta miel de cilicio rediviva.
Y no quiero saberme fugitiva
de la celda de amor en que me muevo:
porque el ángel te encuentre, yo renuevo
mis llamadas de intacta sensitiva.
Extenderás tu mano que -impasible
quiere lograr la flor indivisible:
su cauto aroma velará tu frente.
Como sierva te huí. Que te encadena
más ese afán de hallarme en la colmena,
carcelera celosa de tu mente!
Alondra muerta, flor de sol y cielo,
te dormiste a mis plantas
como si un viaje de certera flecha atravesara mudo
ésta tu blanca irradiación de nardos.
Tú bordaste el tapiz de la mañana
-mañanita de julia limpia y pura-
con el eco indeciso
de tu vida ya rota.
¡La hoz de plata
rozó aquella campana leve y mágica!
Era tu última queja.
¡Y yo miraba en plena caricia de mi sueño
tu pico negro abierto para el canto
del adiós sin retorno!
Tú sabías del trino
y de la miel de la corola virgen:
de los juegos del sol
en la pradera rosa, verde y lila,
Era tu manto de vellón de cielo
y tu frágil cobija fue la noche.
¡Cómo se alborazada tu garganta
-melodía desnuda-
cuando te me ibas recta hacia la cumbre
ignorada del alba!
¡Eras prisma de oro,
reina del aire,
con tus dos alas combas!
Ya no palpitará -¡Oh nunca, nunca!-
ese adorado corazón de nardos
que dormía en tu pecho de cristal.
El pico, agudo, negro,
¿qué solicita ahora
de la nube de oro?
¡Muerta alondra de luz de mis mañanas,
abre tu pecho herido
y recógeme humilde,
encerrada por siempre en tu añoranza!
Otra vez, extranjero, rubio auriga,
los nativos trigales pisoteaba.
Marta Lydia era un íbice, una espiga,
que Chahal, amoroso, custodiaba.
Por esa antigua pena que fustiga
la estirpe de Balam, muda y esclava,
no doblegó la ráfaga enemiga
su verde corazón del cielo y lava.
Infalible, segura, el pulso fuerte,
una sola consigna de odio y muerte,
ella, tan frágil, ¡ay! tan sensitiva.
Ella, la flor, celeste guerrillera,
abatirá, conquistador, certera,
tu sien, la del Tonatihu, rediviva.
Era en ella el amor. La edad del trino.
La clara diosa, Atit, besó su frente.
Ella, vaso sagrado, limpia fuente.
Casa de oro, Gabriela, miel y vino.
Pero la noche que Iztayul previno
cayó de pronto a medio sol naciente.
Oscuro pacto de águila y serpiente
vendió la flor, la casa y el camino.
¡Adiós amor, querida primavera!
Atormentado sueño de obsidiana
tiñó de sangre la canción primera.
Ella de pie, sonriendo todavía,
del héroe herido silenciosa hermana,
cortando nieblas esperaba el día.
La primera, Esther María Osses, orientará su obra hacia la poesía de solidaridad social, reclamo de justicia y exaltación de la lucha revolucionaria americana en libros como Poesías en limpio, de 1965, y Crece y camina, de 1971. Si embargo en sus primeras obras Mensaje, de 1946, y Los niños y el mar, de 1954, mostró una calidad lírica de gran fuerza expresiva.
Rosa Elvira Álvarez es la del grupo la más alejada de la vanguardia y su poesía tiene resonancias tradicionales. Sus mejores poemas se distinguen por expresar con belleza la nostalgia de su patria y sus tradiciones, el amor, sus vivencias rurales, siempre desde una óptica sensual. Su obra muestra una preferencia por el romance, como se puede comprobar desde su primer libro, Nostalgia, publicado en 1942, hasta El alba perdurable, en 1977, que contiene los poemas de todos sus trabajos: Nostalgia, El alba perdurable (1968), Romance de la montuna (1969) y Siete sonetos al Escorial (1970), éste último de gran fuerza mística.
Pero sin duda que la de mayor estatura y una de las voces mayores de la poesía femenina panameña en Stella Sierra, cuya obra es de una sólida estructura lírica, en la que se destaca su gran dominio de la métrica, una rica imaginación, y un lenguaje impecable y estético. La obra de Stella Sierra recogida en sus libros Canciones de mar y luna, (1944), Sinfonía jubilosa en doce sonetos (1944), Libre y cautiva (1947), Cinco poemas (1949), Poesías (1962), Presencia de recuerdo (1965), Aguadulce (1969), y Libre y cautiva, verso y prosa (1984), es de las mejores muestras de la corriente "purista" que tiene la poesía vanguardista panameña.
A esta generación también pertenecen autores que tuvieron una destacada participación en la vida literaria panameña, como son Lucas Bárcenas 1906-1992; Roque Javier Laurenza, 1910-1984; Eduardo Ritter Aislán, 1916; y Mario Augusto Rodríguez, 1919.
Llevo una angustia en los ojos
y otra más honda en el alma
por haber visto estos cielos
y estos mares verde-plata.
Las manos las traigo pálidas
y largas por la nostalgia,
gaviotas de picos rojos
sin un hogar ni una patria.
Tras esa sonrisa dulce
hay otra sonrisa amarga
por las sales de otros mares
y espejismos de otras aguas.
De arañar tanto el recuerdo
las uñas llevo gastadas;
la soledad ha vestido
de blanco todas mis lágrimas.
Quisiera volver a veros
esmeralda de mi patria,
Panamá que yo recuerdo
pequeña y enamorada
de los crepúsculos rojos,
sensual, joven, extasiada,
con el traje a la rodilla
y una cesta de guayabas,
mostrando los dientes blancos
y una cintura delgada.
Ciudad cabellera al sol,
ciudad música lejana,
peinándote descuidada
entre abanicos de palmas:
cuando yo te vuelva a ver
estaré ya tan cambiada!
Ha enmudecido la alondra
porque se rompió las alas.
Llevo una angustia en los ojos
y otra más honda en el alma…
Hoy, en lomos de un deseo
he llegado hasta tu playa;
cabalga la realidad,
la realidad tan amarga.
De tanto cruzar los mares
ya no mido las distancias;
me echo a volar otra vez
goteando, vivas, mis ansias.
Hombre de mediana estatura,
en el alma llevo estampada
tu figura.
Si yo fuera surrealista,
te pintaría con un solo oblicuo,
claro, profundo y sadista.
Tu boca: hendedura larga,
jugosa y gruesa y marga.
Tu espalda encorvaría
con la joroba de la melancolía.
El retrato terminado,
en la pared te clavara
como a un crucificado.
Con tu ojo largo,
tu boca gruesa
y tu beso amargo,soñaría.
Rubia Magdalena
que se muere
de melancolía.
En esta casa a veces encantada
transcurrieron veinte años como un día
y los hijos crecieron
a traición por las noches.
La abeja con sus mieles transparentes
envenenó al anciano sicomoro,
los perros del color de las arenas
grandes como leones van y vienen;
uno persigue loco por el suelo
con la sombra de la hoja desprendida
las de las mariposas desveladas,
el otro caza al vuelo las abejas
y ataca algún galán desorientado
invulnerable por sus cuatro llantas
mientras los surtidores
giran, giran y giran
deshijando los cálices del agua
tu ofreciendo en sus cúpulas de niebla
el arco iris de los colibríes.
Y entonces, por la tarde
una alegría aún incomprensible
viene a llorar al quicio de mi puerta.
Nadie, ni tú, ni él
comprenden la tristeza
del cascabel.
Cascabel es mi lengua,
campana mi corazón;
cascabel y campana
eso soy yo.
El cascabel de cobre
habla de amor,
la campana de bronce
habla de Dios.
Este dolor redondo
del cascabel
que ríe y tiembla y vibra
es de mujer.
Espuma, sombra, canto
giran en él,
lo atraviesa la pena
con su alfiler.
En la grave alegría
de la campana,
lloro yo cada día
dentro del alma.
Agonía en los ojos,
baile en los pies;
si mejor te parece
dilo al revés.
El sabor más amargo
está en la miel
y en cascabel de nupcias
luna de hiel.
Sombría noche eterna
en la campana
y un gozo en el reverso
de la manzana.
Bronce y cascabel vivo
en la alegría
y en mis penas un goce
de muerte viva.
Vienes fuera de tu cuerpo
andando sobre las ascuas,
quien te ve no te conoce
por más que no lleves máscara
y nunca sabrán si fuiste
hembra turbia o mujer clara
aunque San Gabriel envidie
la candidez te tus alas.
Sentada sobre los siglos,
sobre ti misma
sentada,
eres germen de tormentas
que el amor divino amaina.
Tan llena andes de tu Dios
que besas su imagen
santa en rostro de pecadores
con inocencias de gata.
Voluptuosidades de ángel
emanan de tu substancia.
¡Oh, Isabel, santa de Hungría,
la ingenuidad de tu alma
sublimizaba tu cuerpo
dadivoso y con la palma
de la noche de los sordos
-la noche de las dos albas-
ibas del cielo al infierno
toda hielo y llamarada,
hielo de ser sin confines
y fuego de sa hora santa
en que el amor sobre un orbe
sin fronteras se derrama!
Y tú detrás de mis ojos
por mis dos nombres me llamas
mientras taciturna invades
los desvanes de mi alma.
Qué florecer de sol, de luz y brisa
trae en su cesta verde mi verano…!
Qué fragancia lustral, qué juego vano,
qué repicar del aire tan de prisa…!
El limonero en flor y la imprecisa
quebrada azul que corre allá en el llano…
La rosa de oro que soñó el lejano
placer de dar la vida en la sonrisa…
Gloria de amanecer, lumbre de cielo,
embriaguez de la acacia que es el vuelo
de una avecilla frágil, libre, pura…!
Verano, amor, encanto, dios orfebre:
báñame en tu rocío y en tu fiebre
para gozar de toda tu hermosura…!
Por sentirme despierta en la cautiva
morada oscura de tu sangre, llevo
este amargo laurel de gajo nuevo
y esta miel de cilicio rediviva.
Y no quiero saberme fugitiva
de la celda de amor en que me muevo:
porque el ángel te encuentre, yo renuevo
mis llamadas de intacta sensitiva.
Extenderás tu mano que -impasible
quiere lograr la flor indivisible:
su cauto aroma velará tu frente.
Como sierva te huí. Que te encadena
más ese afán de hallarme en la colmena,
carcelera celosa de tu mente!
Alondra muerta, flor de sol y cielo,
te dormiste a mis plantas
como si un viaje de certera flecha atravesara mudo
ésta tu blanca irradiación de nardos.
Tú bordaste el tapiz de la mañana
-mañanita de julia limpia y pura-
con el eco indeciso
de tu vida ya rota.
¡La hoz de plata
rozó aquella campana leve y mágica!
Era tu última queja.
¡Y yo miraba en plena caricia de mi sueño
tu pico negro abierto para el canto
del adiós sin retorno!
Tú sabías del trino
y de la miel de la corola virgen:
de los juegos del sol
en la pradera rosa, verde y lila,
Era tu manto de vellón de cielo
y tu frágil cobija fue la noche.
¡Cómo se alborazada tu garganta
-melodía desnuda-
cuando te me ibas recta hacia la cumbre
ignorada del alba!
¡Eras prisma de oro,
reina del aire,
con tus dos alas combas!
Ya no palpitará -¡Oh nunca, nunca!-
ese adorado corazón de nardos
que dormía en tu pecho de cristal.
El pico, agudo, negro,
¿qué solicita ahora
de la nube de oro?
¡Muerta alondra de luz de mis mañanas,
abre tu pecho herido
y recógeme humilde,
encerrada por siempre en tu añoranza!
Otra vez, extranjero, rubio auriga,
los nativos trigales pisoteaba.
Marta Lydia era un íbice, una espiga,
que Chahal, amoroso, custodiaba.
Por esa antigua pena que fustiga
la estirpe de Balam, muda y esclava,
no doblegó la ráfaga enemiga
su verde corazón del cielo y lava.
Infalible, segura, el pulso fuerte,
una sola consigna de odio y muerte,
ella, tan frágil, ¡ay! tan sensitiva.
Ella, la flor, celeste guerrillera,
abatirá, conquistador, certera,
tu sien, la del Tonatihu, rediviva.
Era en ella el amor. La edad del trino.
La clara diosa, Atit, besó su frente.
Ella, vaso sagrado, limpia fuente.
Casa de oro, Gabriela, miel y vino.
Pero la noche que Iztayul previno
cayó de pronto a medio sol naciente.
Oscuro pacto de águila y serpiente
vendió la flor, la casa y el camino.
¡Adiós amor, querida primavera!
Atormentado sueño de obsidiana
tiñó de sangre la canción primera.
Ella de pie, sonriendo todavía,
del héroe herido silenciosa hermana,
cortando nieblas esperaba el día.
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