Risas públicas, miserias privadas
El Carnaval panameño podría ser mucho más que un desfile de carros alegóricos y una marcha de disfraces de bajo presupuesto..
- Jorge Giannareas
- - Publicado: 28/2/2006 - 12:00 am
SE REPITE con frecuencia que los carnavales son una institución que vive en el corazón de los panameños y panameñas, pero no se destaca el hecho de que habitan en un ventrículo muy alejado de la religión, pese a estar originalmente inspirados en motivos cristianos. Abusando de los conceptos filosóficos, se dice que pertenecen a "la esencia" misma de la panameñidad, pues no podemos describir nuestras tradiciones más representativas sin incluir la celebración del carnaval. Para una parte no pequeña de nuestros connacionales, sobre todo en el interior del país, estos festejos tienen una importancia central en su vida comunitaria y a su organización dedican sus mejores energías.
En términos generales, la cultura nacional no destaca por su disposición a prever racionalmente acontecimientos futuros, pero cada año al enterrar la sardina, se inician los preparativos de las fiestas del año próximo. Quizás, con los preparativos del carnaval se agota buena parte de la capacidad del pueblo para planificar y organizar anualmente su futuro. Una cosa es cierta, no obstante: aquí los carnavales se toman en serio.
Pese al destacado lugar de las fiestas del dios Momo en la imaginería panameña, pocas veces se hace una reflexión sobre la realidad del Carnaval y lo que queremos que la fiesta sea, sobre la brecha que se abre entre el ser y el querer ser cuando los hechos no colman las expectativas. Pareciera más bien como si lo que tenemos es precisamente lo que queremos y esa es la razón de que no haya que meditar al respecto.
Por ejemplo, este año las autoridades alcaldicias del distrito capital y la Junta del Carnaval (de la Ciudad de Panamá), se enfrascaron en una tensa discusión pública sobre la ruta que debía recorrer el desfile capitalino. La ocasión era propicia para debatir sobre qué es lo que la ciudad se propone con la celebración del carnaval. Después de que unos le lanzaran a otros flechas portadoras del letal argumento urbanístico y los otros respondieran con poderosas lanzas marcadas con la insignia "todo por el turismo", se decidió hacer lo mismo que años anteriores, con lo cual se arruinó cualquier posibilidad de que una conciencia cívica asumiera el re-diseño de la fiesta. Así llegamos a los Carnavales "Hasta que el cuerpo aguante" de este año.
La única voz verdaderamente disidente fue la del Gerente del IPAT, cuya posición es tan distante de las escenificadas en la contienda capitalina que la más básica interlocución en torno a metas, medios y estrategias no fue posible. No creo que haya alguien que pueda descalificar a Rubén Blades por no entender el jolgorio que se forma en su tierra en estas fechas, pero su conducta fue ciertamente la de un "outsider"; por su condición de "virtual ministro de turismo", tal vez se le podría reprochar que no haya hecho más por tratar de impregnar la organización de los carnavales capitalinos de su nueva mirada sobre la promoción de la industria sin chimeneas. Su publicitada ausencia del suelo patrio en estos días la entenderán algunos como un indelicado aje hacia los organizadores del Mardi gras istmeño.
Pero el Carnaval panameño podría ser mucho más que un desfile de carros alegóricos y una marcha de disfraces de bajo presupuesto; podría ser una expresión legítima de la cultura panameña que realce la vocación del pueblo por la música, los bailes, y el canto. Podría ser una vitrina de la diversidad étinca y cultural que compone nuestra identidad de país, muy propia e irrepetible. Podría ser una celebración de la tolerancia y aceptación recíproca entre costumbres de raigambre indígena, negra y española. Podría ser una exaltación de la convivencia pacífica y una muestra fehaciente de un compromiso nacional por la igualdad de género.
Pero como no proyectamos una voluntad de transformación y cambio, terminamos por reflejar las realidades cotidianas de una sociedad dominada por enormes disparidades sociales, creciente violencia en los hogares contra mujeres, niños y adultos mayores, progresivo aumento de la informalidad laboral, entre otras cosas. Las fiestas del Carnaval nos muestran las realidades sociales como si fueran un espejo invertido: la tradicional migración del interior del país hacia el centro se troca en un descomunal éxodo de la capital hacia los pueblos y pueblitos de nuestra campiña.
La "mojadera" utiliza el poder nivelador del agua para fundir los individuos de todas las clases sociales en un inmenso rebaño en el que han desaparecido los atributos de la responsabilidad y la conciencia de los individuos libres. Los panameños y panameñas no usan máscaras en el carnaval porque su aspiración es comportarse como realmente son, lo que pone al descubierto que las máscaras son las que usan antes del Carnaval y usarán nuevamente una vez que hayan cerrado este paréntesis de perversa autenticidad.
En los carnavales aparece también la miseria que aqueja a poco más de una tercera parte de la población, pues no de otra forma puede interpretarse el emblemático estado de abyección en que quedan sumergidos los individuos tras el profuso consumo de aguardiente. No es necesario repasar aquí las secuelas negativas que tiene para el tejido social la práctica de hábitos malsanos e inseguros que se acentúa en estas fechas y que cobra una expresión trágica en la cantidad de víctimas fatales que dejan los accidentes vehiculares.
Las risas que cubren los rostros durante la agitación y el desenfreno carnestoléndico son una frágil superficie que esconde muchas veces la desolación, la frustación y los rencores que crecen como la mala hierba en los abandonados jardines de la psique humana. Quizás los carnavales no pueden ser distintos de lo que hoy son, mientras perdure la sociedad que hoy tenemos. Y es probable que sigamos teniendo la sociedad que tenemos "hasta que el cuerpo aguante". O quizás hasta que la razón despierte a la vida pública.
En términos generales, la cultura nacional no destaca por su disposición a prever racionalmente acontecimientos futuros, pero cada año al enterrar la sardina, se inician los preparativos de las fiestas del año próximo. Quizás, con los preparativos del carnaval se agota buena parte de la capacidad del pueblo para planificar y organizar anualmente su futuro. Una cosa es cierta, no obstante: aquí los carnavales se toman en serio.
Pese al destacado lugar de las fiestas del dios Momo en la imaginería panameña, pocas veces se hace una reflexión sobre la realidad del Carnaval y lo que queremos que la fiesta sea, sobre la brecha que se abre entre el ser y el querer ser cuando los hechos no colman las expectativas. Pareciera más bien como si lo que tenemos es precisamente lo que queremos y esa es la razón de que no haya que meditar al respecto.
Por ejemplo, este año las autoridades alcaldicias del distrito capital y la Junta del Carnaval (de la Ciudad de Panamá), se enfrascaron en una tensa discusión pública sobre la ruta que debía recorrer el desfile capitalino. La ocasión era propicia para debatir sobre qué es lo que la ciudad se propone con la celebración del carnaval. Después de que unos le lanzaran a otros flechas portadoras del letal argumento urbanístico y los otros respondieran con poderosas lanzas marcadas con la insignia "todo por el turismo", se decidió hacer lo mismo que años anteriores, con lo cual se arruinó cualquier posibilidad de que una conciencia cívica asumiera el re-diseño de la fiesta. Así llegamos a los Carnavales "Hasta que el cuerpo aguante" de este año.
La única voz verdaderamente disidente fue la del Gerente del IPAT, cuya posición es tan distante de las escenificadas en la contienda capitalina que la más básica interlocución en torno a metas, medios y estrategias no fue posible. No creo que haya alguien que pueda descalificar a Rubén Blades por no entender el jolgorio que se forma en su tierra en estas fechas, pero su conducta fue ciertamente la de un "outsider"; por su condición de "virtual ministro de turismo", tal vez se le podría reprochar que no haya hecho más por tratar de impregnar la organización de los carnavales capitalinos de su nueva mirada sobre la promoción de la industria sin chimeneas. Su publicitada ausencia del suelo patrio en estos días la entenderán algunos como un indelicado aje hacia los organizadores del Mardi gras istmeño.
Pero el Carnaval panameño podría ser mucho más que un desfile de carros alegóricos y una marcha de disfraces de bajo presupuesto; podría ser una expresión legítima de la cultura panameña que realce la vocación del pueblo por la música, los bailes, y el canto. Podría ser una vitrina de la diversidad étinca y cultural que compone nuestra identidad de país, muy propia e irrepetible. Podría ser una celebración de la tolerancia y aceptación recíproca entre costumbres de raigambre indígena, negra y española. Podría ser una exaltación de la convivencia pacífica y una muestra fehaciente de un compromiso nacional por la igualdad de género.
Pero como no proyectamos una voluntad de transformación y cambio, terminamos por reflejar las realidades cotidianas de una sociedad dominada por enormes disparidades sociales, creciente violencia en los hogares contra mujeres, niños y adultos mayores, progresivo aumento de la informalidad laboral, entre otras cosas. Las fiestas del Carnaval nos muestran las realidades sociales como si fueran un espejo invertido: la tradicional migración del interior del país hacia el centro se troca en un descomunal éxodo de la capital hacia los pueblos y pueblitos de nuestra campiña.
La "mojadera" utiliza el poder nivelador del agua para fundir los individuos de todas las clases sociales en un inmenso rebaño en el que han desaparecido los atributos de la responsabilidad y la conciencia de los individuos libres. Los panameños y panameñas no usan máscaras en el carnaval porque su aspiración es comportarse como realmente son, lo que pone al descubierto que las máscaras son las que usan antes del Carnaval y usarán nuevamente una vez que hayan cerrado este paréntesis de perversa autenticidad.
En los carnavales aparece también la miseria que aqueja a poco más de una tercera parte de la población, pues no de otra forma puede interpretarse el emblemático estado de abyección en que quedan sumergidos los individuos tras el profuso consumo de aguardiente. No es necesario repasar aquí las secuelas negativas que tiene para el tejido social la práctica de hábitos malsanos e inseguros que se acentúa en estas fechas y que cobra una expresión trágica en la cantidad de víctimas fatales que dejan los accidentes vehiculares.
Las risas que cubren los rostros durante la agitación y el desenfreno carnestoléndico son una frágil superficie que esconde muchas veces la desolación, la frustación y los rencores que crecen como la mala hierba en los abandonados jardines de la psique humana. Quizás los carnavales no pueden ser distintos de lo que hoy son, mientras perdure la sociedad que hoy tenemos. Y es probable que sigamos teniendo la sociedad que tenemos "hasta que el cuerpo aguante". O quizás hasta que la razón despierte a la vida pública.
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