Una magistratura moral
- - Publicado: 28/5/2006 - 11:00 pm
Cuando hace diez años se discutía sobre la creación de la Defensoría del Pueblo, mucha gente consideraba que esa institución no serviría para nada. Se decía que el Defensor del Pueblo iba a vigilar y garantizar el respeto a los derechos humanos, pero no tenía la potestad de revocar ninguna decisión emitida por una autoridad.
Entonces, se preguntaban algunos, ¿para qué sirve un defensor cuyos actos no tienen ninguna trascendencia jurídica? La respuesta era muy sencilla: la Defensoría del Pueblo es una magistratura moral, sus actuaciones inspirarán respeto y gozarán de la confianza de la comunidad, las autoridades verán su legitimidad menoscabada si cruzan espadas con el Defensor. De una importancia crucial era la cercanía que debía mantener el Defensor con las asociaciones cívicas y no gubernamentales, así como con los medios de comunicación, vehículo natural de las actuaciones de una institución dedicada a la protección y defensa de los derechos humanos.
Aunque todavía al momento de aprobarse la ley en 1997, todas estas expectativas se consideraban un poco ilusorias, lo cierto es que los dos primeros defensores contribuyeron a darle cimientos sólidos a la novedosa institución con su actuación independiente.
Por eso, la defensoría ha llegado a ocupar un espacio importante en la institucionalidad panameña. No fue meramente la ley que la estableció, fue la práctica de la institución y la conducta del Defensor que aseguraron la relevancia de la entidad.
Cuando el Hemiciclo Legislativo considere las denuncias interpuestas contra el actual Defensor del Pueblo, los diputados deberán ponerse la mano en el corazón y preguntarse cuáles son los recursos morales con los que cuenta actualmente la institución para cumplir con los fines que le han sido encomendados. La decisión final no es acerca de la conducta apropiada o impropia de un jefe de oficina cualquiera; en realidad, se trata de asegurar un mecanismo de protección y promoción de los derechos humanos que se ha ganado con su sustancia moral un espacio relevante en la vida pública de la nación.
Entonces, se preguntaban algunos, ¿para qué sirve un defensor cuyos actos no tienen ninguna trascendencia jurídica? La respuesta era muy sencilla: la Defensoría del Pueblo es una magistratura moral, sus actuaciones inspirarán respeto y gozarán de la confianza de la comunidad, las autoridades verán su legitimidad menoscabada si cruzan espadas con el Defensor. De una importancia crucial era la cercanía que debía mantener el Defensor con las asociaciones cívicas y no gubernamentales, así como con los medios de comunicación, vehículo natural de las actuaciones de una institución dedicada a la protección y defensa de los derechos humanos.
Aunque todavía al momento de aprobarse la ley en 1997, todas estas expectativas se consideraban un poco ilusorias, lo cierto es que los dos primeros defensores contribuyeron a darle cimientos sólidos a la novedosa institución con su actuación independiente.
Por eso, la defensoría ha llegado a ocupar un espacio importante en la institucionalidad panameña. No fue meramente la ley que la estableció, fue la práctica de la institución y la conducta del Defensor que aseguraron la relevancia de la entidad.
Cuando el Hemiciclo Legislativo considere las denuncias interpuestas contra el actual Defensor del Pueblo, los diputados deberán ponerse la mano en el corazón y preguntarse cuáles son los recursos morales con los que cuenta actualmente la institución para cumplir con los fines que le han sido encomendados. La decisión final no es acerca de la conducta apropiada o impropia de un jefe de oficina cualquiera; en realidad, se trata de asegurar un mecanismo de protección y promoción de los derechos humanos que se ha ganado con su sustancia moral un espacio relevante en la vida pública de la nación.
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