Desde Madrid
Lectores en la parada
No cree este lector telúrico y rural en cánones ni en seriedades grises sobre la literatura. Disfruta, es un nihilista a la manera de Turguénev, no se somete más que a su criterio y a su fe en la lectura.
- Pedro Crenes Castro (Escritor)
- - Publicado: 27/7/2014 - 12:00 am
Cuando llegué a la parada ese sábado por la mañana aún no había amanecido. Cierta grisura de la noche seguía pegada a las nubes del alba. Me senté al lado de un hombre que ya había visto otras veces, siempre fumando, alto, de complexión fuerte, pelo rojizo entrecano y manos poderosas de titán. Un buenos días cortés fue todo lo que compartimos.
Saqué un viejo ejemplar de “Nueve ensayos dantescos” de mi querido Jorge Luis Borges. Relecturas necesarias para mantenerse a flote. El ejemplar que tengo es amarillo, todo amarillo y pequeño, parece una pequeña luz fosforescente. Así, en la penumbra y al cobijo de la parada, me disponía a releer “La última sonrisa de Beatriz” cuando la voz de aquel hombre se dirigió a mí: “te vas a dejar la vista”. Pensé en la ceguera de Borges. Qué casualidad literaria, si estuviera Enrique Vila-Mata… pensé, y le respondí que sí, pero que estaba acostumbrado, que ya son muchos años… aquel hombre había decidido interrumpir mis pocos minutos de lectura hasta que viniera el autobús. Debo confesar que deseé en ese instante que llegara cuanto antes, para librarme de una conversación que no quería tener en ese momento. “Los clásicos te salvan”, me dijo el hombre, botando arabescos humos por la boca, “yo a Borges lo tengo como lectura de cabecera…” ¡Un lector! No puede ser, allí, en ese momento. Así que cerré a Borges para conversar con uno de sus lectores. “Yo leo en la biblioteca y la muchacha me recomienda libros y muchas veces acierta y otras no”… siguió contándome, buscando mi complicidad.
El hombre de manos de titán resultó ser un lector empedernido y de los finos. Borges, Bolaño, Cortázar, muchos latinoamericanos, eso está bien, dije, no todos, reponía él y comenzamos a sacar autores, Isabel Allende, sus primeros y nada más, el grandísimo Juan Marsé, por supuesto, Francisco Casavella, le sugerí, y también a mi amigo Ricardo Piglia y él me dijo que leyera “La hija del enterrador”. El viaje hasta nuestro destino se hizo corto hablando de libros. Nos bajamos en la misma parada.
“Yo quiero una historia que me atrape y me emocione”, dijo el lector, que dedica las horas muertas de su oficio de vigilante de seguridad a leer. Cuando tiene el día libre se va a su pueblo, coge sus herramientas y trabaja la tierra. Esas grandes manos trabajan el campo, palpan lo tangible y luego sostienen libros que le llevan a otros mundos intangibles. No cree este lector telúrico y rural en cánones ni en seriedades grises sobre la literatura. Disfruta, es un nihilista a la manera de Turguénev, no se somete más que a su criterio y a su fe en la lectura.
Me dio una buena lección de alegría lectora. Entre los dos nos quedan un montón de libros por leer, “ya irán cayendo”, dijo, qué suerte tenemos, agregué. Nos animamos a seguir con la lectura a pesar de la dificultad de abarcar todos los libros, intercambiamos costumbres lectoras y hasta me ha prometido leer mis libros si se los llevo a la parada la próxima vez que coincidamos. Le gustan muchísimo los cuentos y los microrrelatos. “Estoy hecho”, me dije. Quién me iba a decir que encontraría en una parada de autobús un sábado por la mañana a un lector de Borges que, como el sabio argentino, está más orgulloso de lo leído que de lo escrito. “Yo de escribir, nada, eso es para unos pocos locos”, dijo con picardía.
Llegó el momento de ir cada uno por su camino. Me presenté, no lo había hecho (cuando un lector encuentra a otro lo de menos es como se llama), estrechando su poderosa mano, y me dijo su nombre, Juan Manuel, a lo que yo le respondí que hasta tenía nombre de escritor, Juan Manuel de Prada. Se rio cortés, diciéndome que sí pero que su tocayo de Prada no es de sus preferidos.
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