La cerca del alambre de púas
- Lupita Quirós Athanasiadis
El tren se deslizaba rápido por la llanura: un sembradío de hortalizas, unas personas arando, una casita de campesinos. Que nadie le dijera nunca más dónde buscar la felicidad. Ella lo sabía, estaba allá, hacia donde la llevaba el tren.
Paula Savater había conocido a Ernesto Milano hacía trece años en un lujoso bar al que llegó a guarecerse de una densa lluvia que cayó de pronto sobre la ciudad. Las gotas hacían brillar los autos y los edificios. El papel de sus bolsas de compras estaba arruinado, al igual que su largo cabello castaño, a pesar de haber pasado dos horas en la peluquería.
Se había mudado hacía poco a esa pequeña ciudad y rápidamente consiguió trabajo como ayudante de contabilidad en un pequeño negocio. Tenía entonces veinte años y dos de haberse graduado en la universidad.
Él se le aproximó con una amplia sonrisa, preguntándole si a ella también la había sorprendido la lluvia. Era un hombre atractivo, de aspecto respetable. Hubiera podido hacerse pasar por profesor universitario.
Sus modales sencillos y simpáticos la llevaron a involucrarse sentimentalmente con él. Fue cuestión de semanas. Sin que ella casi advirtiera cómo, se vio inmersa en el sucio negocio de las drogas.
A pesar de estar consciente de la gravedad de la situación a la que se exponía, Ernesto Milano le había asegurado que no correría ningún peligro. Él mismo lo había hecho infinidad de veces sin ningún problema. Además, le aseguró que deseaba salirse de ese negocio, que ésa sería la última entrega. Después se reunirían para irse en un crucero por el mediterráneo. Ella ya estaba demasiado enamorada como para negarse y confiaba ciegamente en él.
Justo antes de abordar el avión alcanzó a ver dos policías uniformados que se le aproximaban.
??" ¿La señorita Paula Savater?
Un escalofrío la recorrió.
??"Sí...
??"Queda detenida.
Enseguida sintió el frío acero de las esposas que le apretaban las muñecas. Mientras la sacaban del aeropuerto, todos se volteaban para mirarla. Nadie sabía quién era Ernesto Milano. Aparentemente él actuaba con distintos seudónimos en diferentes países. Tal vez habría otras "Paula Savater" en distintas prisiones de Latinoamérica.
El tren seguía su marcha. Ahora estaban a punto de entrar en un túnel. Así se sintió ella cuando el juez le fijó una sentencia de quince años. Los primeros meses en la cárcel de mujeres fueron los más difíciles. Se sentía sola, humillada y burlada. Su madre fue recluida en un hospital para enfermos mentales.
Aún recordaba nítidamente su llegada a la Cárcel El Retiro, la cerca de ciclón y los hilos de alambres de púas en la parte superior. También los olores pestilentes de los colchones, las palabras obscenas, las miradas de lascivia de parte de otras mujeres, las comidas insulsas, los fuertes castigos a las revoltosas, el tono severo de las guardianas al dar una orden: "¡A levantarse, haraganas!", "¡pónganse en fila!", ¡"tú, cierra las piernas, que apestas"!
Sin embargo, poco a poco fue encontrando valor en sí misma para subsistir, olvidándose del mundo exterior y aceptando las normas que le imponía el sistema. Le había servido mucho el consejo que le dio el director del penal el primer día que llegó. Era un hombre como de sesenta años, gordo y bonachón, que se encontraba sentado detrás de un viejo y gastado escritorio.
??"Paula, he estado revisando su expediente. Su historia también ha sido muy difundida en los periódicos. Sé de varios casos como el suyo. Es posible que si tiene buena conducta, pueda ser liberada después de once o doce años. Lo mejor que puedo recomendarle es que acepte las condiciones de su reclusión, de ese modo todo le resultará más fácil. En las cárceles no hay relojes, sólo calendarios.
Y así había sido: Allí el tiempo no se contaba por horas, sino por días, meses y años. Se hizo de buenas amigas: Cuqui, la puertorriqueña; Lolita, la mexicana y Rita de Panamá. Todas cumplirían condenas mucho más largas que las de ella. Rita era la intelectual con quien Paula podía disfrutar de amenas conversaciones sobre temas políticos y literarios, Cuqui era un salón de belleza ambulante. Siempre estaba dispuesta a limarle las uñas o a cortarle el cabello a cualquiera que se lo pidiese. En cambio Lolita, quien tenía una estatura enorme y se ejercitaba para fortalecer sus músculos, era morena de tez, pero con el corto cabello teñido de rubio. Usaba su voz de trueno y su imponente figura para hacer las veces de protectora de sus amigas.
Poco a poco, el calendario se fue deshojando y los años pasaron lentos, escurriéndose por entre los barrotes del penal.
Y llegó el día en que conoció a Julián, quien trabajaba en un negocio que abastecía de alimentos al presidio. Para entonces ella tenía once años de reclusión. Sus compañeras la instaron a que le hiciera caso. Julián era un hombre soltero, de unos cuarenta y cinco años que vivía todavía en casa de su mamá. No tardó en ofrecerle matrimonio. Era casi seguro que ella obtendría una libertad anticipada, debido a su intachable conducta.
Paula volvió a tomar conciencia de que iba en el tren cuando una señora le tocó el brazo para preguntarle:
??"Perdone, ¿puedo sentarme a su lado? Estaba más atrás, pero el pasajero contiguo no cesa de roncar.
??"Sí, señora ??"contestó Paula.
La mujer acomodó los bártulos que traía, se puso sus gafas y abrió un libro. Paula entonces recordó cómo después que salió de prisión se casó con Julián. Buscaba hacer una vida normal, formar una familia. Pero la suegra, una mujer baja, corpulenta, insoportable y altanera, manejaba al hijo con el dedo meñique. Ni qué hablar de que Julián se mudase. Cada vez que se hablaba de eso, la doña se volvía una energúmena y el hijo enmudecía. Con el tiempo, el bueno de Julián se tornó belicoso cuando bebía. Poco después perdió su empleo. Se hizo más hosco y Paula empezó a recibir grandes palizas. La suegra se hacía la desentendida.
¿Qué estoy permitiendo?, se dijo un día Paula y tomó una determinación. A escondidas, sin decir una palabra a nadie escribió una carta solicitando un puesto de trabajo. Al cabo de dos semanas de estar atisbando al cartero para recoger personalmente cualquier misiva que llegase a la casa, recibió una respuesta afirmativa.
Observó de nuevo el horizonte a través de la ventanilla del tren y acarició el sobre que traía en el bolsillo de su vestido. Ya se estaba acercando a la estación donde terminaría su viaje y empezaría a vivir una nueva vida en la que podría sentirse querida y respetada.
A lo lejos distinguió los hilos de los alambres de púas que parecían darle la bienvenida, esta vez de otra manera.
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