Gracias Monseñor Altafulla
Publicado 2002/06/10 23:00:00
La muerte del párroco de Nuestra Señora de Guadalupe, Monseñor Jorge Isaac Altafulla Muñoz, a manos de un asesino, dentro de las instalaciones de la propia Iglesia debe ser motivo de examen para los que somos parte de esa parroquia, para los católicos de Panamá y para todas las personas que dentro del territorio nacional, porque es un acto que indica la medida de nuestro grado de deterioro moral y social, el cual puede tener por causas profundas tanto todo el accionar de la vida nacional, como ser el reflejo de comportamientos en otras latitudes, en una sociedad global.
No es el propósito adentrarnos en este tema, pues abarcaría mucho espacio; pero es una tarea pendiente que debe encararse, por lo menos, por quienes somos parte de la Parroquia de Guadalupe, dentro de la cual he vivido, por lo menos, en los últimos 30 años.
Concurría a la celebración de los domingos a esas instalaciones, cuando todavía estaban crudas las pilastras y la losa de la planta de la nave del templo. Esa edificación se construyó con dinero de una donación de un país europeo, en la época del Concilio Vaticano II, y Monseñor Tomás A. Clavel M., entiendo fue el gestor de tales donaciones.
Se concebía en tal edificación una parroquia diferente, como un experimento, a tono con las nuevas brisas que traía el Concilio. La Parroquia la vi inicialmente en manos de sacerdotes europeos y los sentía en su dedicación como excelentes sacerdotes. Debo aclarar que era un solo párroco y luego lo sucedía otro, y que eran de nacionalidad belga, si la memoria me es fiel. Recuerdo un sacerdote que todos los días regaba y cuidaba las plantas del jardín y se le veía ocupado en muchos menesteres manuales y lograba producir un ambiente de alegre novedad, de frescura y nitidez en esa edificación que tenía un estilo arquitectónico muy especial y moderno para la época.
Luego noté que aquella sucesión de sacerdotes europeos se terminaba y se asignó a la Parroquia un sacerdote panameño y yo me pregunté en mi interior, si este panameño (sintiendo en mi interior que era mi panameñidad) seguiría manteniendo el nivel de la parroquia, tanto en su apariencia exterior como en su vida espiritual. Para mi satisfacción pude comprobar que el espíritu se mantuvo y se superó. Ese nuevo sacerdote era el Padre Jorge Alfatulla.
Tiempo después, concurrí a una de las reuniones de laicos de nuestra parroquia y el Padre Altafulla nos habló de iniciar un grupo dedicado al neo-catecumenado. A través de una amiga de la parroquia, me fui enterando del entusiasmo y dedicación que llevaba el grupo y como resultado de ese espíritu de comunidad cristiana, vi remozarse una y otra vez la apariencia material del templo que era el fruto de algo más profundo que había en la comunidad parroquial, en la que nuestro querido Párroco era el factor determinante. Sus sermones, sus homilías me convertían en asidua asistente al templo, aunque bien tenía opción de tomar rumbo para otra iglesia, aquello ni lo pensaba. El entonces sacerdote nos había embarcado en un movimiento donde se sentía la comunidad y el caminar espiritual, lo cual hoy le agradezco con mucha convicción. Pero todo ese movimiento que cohesionada era el producto de su guía y el respeto emanaba de su persona, por su fe en el altar. En sus eucaristías, tanto diarias como en domingo, interpretaba las Escrituras y el texto del Evangelio de ese día, de manera que nos dejaba con un cúmulo de ideas para meditar, y él entonces se sentaba y toda la comunidad entera entraba en un corto período de meditación.
Para mi complacencia, la barca de nuestra parroquia navegaba por aguas de espiritualidad creciente en sus fieles y se veía reflejado en la numerosa asistencia de personas a la iglesia desde diferentes puntos de la ciudad. Nuestro sacerdote se le asignaron nuevas tareas en la Diócesis y otros párrocos se fueron sucediendo en la parroquia y todo siguió marchando en el ritmo y rumbo ya marcado.
Años después observé el regreso de nuestro sacerdote, ascendido con el título de Monseñor. El tiempo fue transcurriendo y nuestra parroquia, actualmente, tiene un sinnúmero de grupos de laicos trabajando. La memoria me trae el recuerdo de su sencillez, la manera llana y abierta dispuesta a escuchar, más que a hablar, su humildad. El sábado 18 de mayo, vísperas de Pentecostés, asistí a la Misa dominical y Monseñor Altafulla presidió el oficio. Para veinticuatro horas después le había sido arrebatada la vida.
La comunidad de Guadalupe ha vivido con tristeza estos días, con el sentimiento de tan buen pastor y guía tuvimos. El se entregó todo en el servicio de la Iglesia de Panamá. Para nuestra parroquia fue como un regalo del cielo. Gracias Monseñor Altafulla.
No es el propósito adentrarnos en este tema, pues abarcaría mucho espacio; pero es una tarea pendiente que debe encararse, por lo menos, por quienes somos parte de la Parroquia de Guadalupe, dentro de la cual he vivido, por lo menos, en los últimos 30 años.
Concurría a la celebración de los domingos a esas instalaciones, cuando todavía estaban crudas las pilastras y la losa de la planta de la nave del templo. Esa edificación se construyó con dinero de una donación de un país europeo, en la época del Concilio Vaticano II, y Monseñor Tomás A. Clavel M., entiendo fue el gestor de tales donaciones.
Se concebía en tal edificación una parroquia diferente, como un experimento, a tono con las nuevas brisas que traía el Concilio. La Parroquia la vi inicialmente en manos de sacerdotes europeos y los sentía en su dedicación como excelentes sacerdotes. Debo aclarar que era un solo párroco y luego lo sucedía otro, y que eran de nacionalidad belga, si la memoria me es fiel. Recuerdo un sacerdote que todos los días regaba y cuidaba las plantas del jardín y se le veía ocupado en muchos menesteres manuales y lograba producir un ambiente de alegre novedad, de frescura y nitidez en esa edificación que tenía un estilo arquitectónico muy especial y moderno para la época.
Luego noté que aquella sucesión de sacerdotes europeos se terminaba y se asignó a la Parroquia un sacerdote panameño y yo me pregunté en mi interior, si este panameño (sintiendo en mi interior que era mi panameñidad) seguiría manteniendo el nivel de la parroquia, tanto en su apariencia exterior como en su vida espiritual. Para mi satisfacción pude comprobar que el espíritu se mantuvo y se superó. Ese nuevo sacerdote era el Padre Jorge Alfatulla.
Tiempo después, concurrí a una de las reuniones de laicos de nuestra parroquia y el Padre Altafulla nos habló de iniciar un grupo dedicado al neo-catecumenado. A través de una amiga de la parroquia, me fui enterando del entusiasmo y dedicación que llevaba el grupo y como resultado de ese espíritu de comunidad cristiana, vi remozarse una y otra vez la apariencia material del templo que era el fruto de algo más profundo que había en la comunidad parroquial, en la que nuestro querido Párroco era el factor determinante. Sus sermones, sus homilías me convertían en asidua asistente al templo, aunque bien tenía opción de tomar rumbo para otra iglesia, aquello ni lo pensaba. El entonces sacerdote nos había embarcado en un movimiento donde se sentía la comunidad y el caminar espiritual, lo cual hoy le agradezco con mucha convicción. Pero todo ese movimiento que cohesionada era el producto de su guía y el respeto emanaba de su persona, por su fe en el altar. En sus eucaristías, tanto diarias como en domingo, interpretaba las Escrituras y el texto del Evangelio de ese día, de manera que nos dejaba con un cúmulo de ideas para meditar, y él entonces se sentaba y toda la comunidad entera entraba en un corto período de meditación.
Para mi complacencia, la barca de nuestra parroquia navegaba por aguas de espiritualidad creciente en sus fieles y se veía reflejado en la numerosa asistencia de personas a la iglesia desde diferentes puntos de la ciudad. Nuestro sacerdote se le asignaron nuevas tareas en la Diócesis y otros párrocos se fueron sucediendo en la parroquia y todo siguió marchando en el ritmo y rumbo ya marcado.
Años después observé el regreso de nuestro sacerdote, ascendido con el título de Monseñor. El tiempo fue transcurriendo y nuestra parroquia, actualmente, tiene un sinnúmero de grupos de laicos trabajando. La memoria me trae el recuerdo de su sencillez, la manera llana y abierta dispuesta a escuchar, más que a hablar, su humildad. El sábado 18 de mayo, vísperas de Pentecostés, asistí a la Misa dominical y Monseñor Altafulla presidió el oficio. Para veinticuatro horas después le había sido arrebatada la vida.
La comunidad de Guadalupe ha vivido con tristeza estos días, con el sentimiento de tan buen pastor y guía tuvimos. El se entregó todo en el servicio de la Iglesia de Panamá. Para nuestra parroquia fue como un regalo del cielo. Gracias Monseñor Altafulla.
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