Panamá
Sobre la libertad de pensamiento y difamación
Al que no se sabe gobernar, se le gobierna; y en eso radica precisamente la colocación y el uso de esos frenos normativos, parecidos a los artefactos crudos y metálicos que adornan el hocico de las bestias de carga a fin de controlarle los impulsos, los encabritamientos y las rebeldías naturales.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 07/6/2022 - 12:00 am
Digamos que le sociedad civilizada de hoy ha superado grandes retos en cuanto a temas que conciernen a la libertad y la tolerancia. Felizmente, en nuestro propio sistema no hay censura previa para expresar el pensamiento; pero esa gran libertad queda aparejada como una responsabilidad que le hace contrapeso. En mi opinión, mediante la regulación correspondiente, debería hacerse expresamente obligatorio que todo medio de comunicación tuviera que contar con una seguro alto de responsabilidad civil, para que las personas que hayan sido difamadas puedan, por lo menos, recibir parte de su alivio merecido a través de una compensación patrimonial y justa. Sin embargo, los remedios y las compensaciones materiales no sirven muchas veces ya para enmendar el daño cometido en esa tela de la integridad del individuo, o para remover la negra mancha que el hongo de la injuria ha producido en la reputación de un hombre honrado. ¿Qué hacer, entonces? Lo lógico es que, a la par de ese remedio y de ese alivio material, se sume también la obligación de una disculpa pública reiterativa, que se repita una y otra vez por medio de esas mismas redes y de esos mecanismos de comunicación que fueron herramientas útiles para la estrategia de difamación, y que el costo de esa reivindicación corra por completo en el pecunio de quien fuera el agresor. Eso obligaría al difamador a desplegar públicamente su enorme grado de idiotez, su irresponsabilidad, su bestialidad sin jaula y sin cadena; como se solía antiguamente impartir la corrección al estudiante mal portado, haciéndolo portar en su cabeza esa diadema denigrante de las enormes orejas de asno, ante la risa contagiosa de sus compañeros.
Al que no se sabe gobernar, se le gobierna; y en eso radica precisamente la colocación y el uso de esos frenos normativos, parecidos a los artefactos crudos y metálicos que adornan el hocico de las bestias de carga a fin de controlarle los impulsos, los encabritamientos y las rebeldías naturales.
Desafortunadamente, la ley no puede entrar en las fisuras más profundas y aturdidas del carácter de los hombres llanos para iluminarlos. Por eso, a menudo se les ha visto comparados con esas serpientes, que deben propagar su marcha solo por las fuerzas de sus cuerpos que se arrastran por el suelo y que, a diferencia de las aves, no encontrarán jamás elevación alguna. A ese tipo de caracteres individuales se les tolera, se les contempla como se haría a una roca aprisionada al suelo, sabiendo que ha sido solo esclava de las fuerzas de erosión de la naturaleza, y que su existencia echa raíces muy profundas en la geología, sin que su paso por el mundo pueda en realidad llamarse vida. Cuántos individuos pasarán así sus existencias, con la mirada tonta y aturdida de su antepasado el lobo, que le aúlla a nuestra luna con temor reverencial, sin comprender jamás esos procesos que hacen de ella sólo un cuerpo celestial que está sujeto a leyes inmutables.
Afortunadamente, la vida del difamador, ya sea como individuo o como red organizada que debe su existencia lucrativa a la calumnia, no será jamás objeto del estudio dedicado de la historia; pasarán como esas lluvias de verano que endurecen más el pasto, sin darle tinte alguno ni color y, tal vez, levantarán un día ese interés prolífico que exhiben hoy los paleontólogos que hacen estudios minuciosos de los cropolitos (restos fosilizados de la deposición humana que se han fosilizado con el paso de milenios).
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