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Aulladores en los árboles del río

Amanecía cuando me despertó un sonido que no escuchaba desde mi infancia, monos aulladores. Entonces la selva era una vasta carpeta y ellos anunciaban el amanecer, el anochecer y cuando venían chaparrones. Bajé las escaleras a verlos. Era una pareja. Silenciosos comían mangos.

Stanley Heckadon-Moreno - Publicado:

Aulladores en los árboles del río

En vísperas de semana santa viajé desde el Laboratorio Marino de Punta Galeta, en las goteras de Colón, hasta el Chiriquí Viejo, último río a poniente en la frontera con Costa Rica. Nunca pensé que una ancestral costumbre, heredada de nuestros antepasados indígenas, me daría tanto regocijo en tiempos de calentamiento climático y una brutal sequía por la corriente de El Niño. Marcaban los instrumentos del Laboratorio que el agua y el aire marino estaban dos grados arriba de los registros históricos. La naturaleza tenía fiebre. Las hojas de los manglares y los bosques lluviosos del Caribe, siempre de verde intenso, estaban secas, amarillentas. La vegetación triste.  Desde la Autopista Panamá-Colón se notaba cuán bajas estaban las aguas de lago Gatún. Afloraban los troncos de la selva sumergida, en 1910, al represarse el Chagres. El río Sucio y el Gatún casi secos. A lo largo de la cuenca del canal se levantaban columnas de humo de las quemas de pajonales y potreros. Muy cerca a la toma de agua de la potabilizadora de Colón, reses subían y bajaban los cerros erosionados. Hace cuatro décadas se advirtió al país lo vital de salvaguardar los bosques del Chagres y la calidad de sus aguas. Qué hacen vacas en un sitio ecológicamente tan crítico, es un misterio. En las afueras de Colón y Panamá, invasiones de tierras por precaristas fuera de control. Por doquier basureros clandestinos y aguas servidas. Si a la vera de esta autopista se replica el desarrollo urbano destructivo que se ocurrió a lo largo de la Transístmica, peligra la calidad de las aguas que bebe nuestra capital. A las 7am, el calor en el aeropuerto Albrook era intenso, arriba de 30 grados centígrados. Una bruma de humo y polvo oscurecían Cerro Ancón. Al levantar vuelo el avión, cerro Trinidad se veía deforestado hasta su cima, sus ríos sin caudal. De Panamá a David el paisaje interiorano se mostraba reseco. Por doquier cercas, cercas, cercas tan quemadas como los potreros que encierran. Sólo al entrar a Chiriquí Oriente se apreciaba el verdor de los bosques de galería a orillas de sus ríos. En el pasado, para semana santa, miles de hectáreas estaban aradas esperando las lluvias.  Ahora casi no se notaban terrenos preparados. A las 8am, David eran un horno y su tráfico endemoniado. La sensación térmica, 40 grados. Al manejar a poniente por la Panamericana, los ríos del occidente chiricano, otrora cristalinos y caudalosos, hasta en verano, secos o sus caudales casi invisibles. Chiriquí fue famosa por sus ríos torrentosos. Hoy los acueductos de los pueblos apenas si consiguen el agua necesaria para sus habitantes. Impacta el Río Piedra. En invierno sus crecientes solían arrastrar los puentes de la carretera y en la estación seca sus profundos charcos eran deleite de los bañistas. Ahora no había río. Su curso un sendero de piedras sin agua. Sus charcos ahora pozos de agua aislados y empantanados.   Al sur, hacia Alanje, la nortera levantaba tolvaneras, remolinos de polvo. Cerca a Paso Canoas, una mezquita musulmana, luego galpones repletos de inmigrantes cubanos y africanos, a espera que Costa Rica les dejase pasar hacia Estados Unidos. Anochecía cuando entré a la cuadra repleta de árboles de la finca que mis abuelos levantaron en las selvas del Chiriquí Viejo, tras perderlo todo en Alanje durante la guerra de los mil días. Bajísimo el nivel del río. Sus aguas se sentían calientes, al igual que la arena del fondo. Manaba de la tierra un fogaje a pesar de la cercanía del río y la brisa sur de la mar. Me costó conciliar el sueño. Pensaba en cómo fuimos tan ciegos para devastar las selvas y la magnitud de la factura que nos cobraría la naturaleza. Amanecía cuando me despertó un sonido que no escuchaba desde mi infancia, monos aulladores. Entonces la selva era una vasta carpeta y ellos anunciaban el amanecer, el anochecer y cuando venían chaparrones. Bajé las escaleras a verlos. Era una pareja. Silenciosos comían mangos. Primero había aparecido el macho por la otra orilla. Lo cruzó hasta la finca instalándose en la arboleda a la vera del río. Por un tiempo desapareció río abajo para retornar con un hembra, ahora encinta. Agradecí a los aulladores haber regresado. También a mis antepasados y a los de mis vecinos, por haber mantenido la vieja costumbre de los chiricanos, dejar árboles a orillas de los ríos. Recorren el país más de 500 ríos y miles de quebradas. Si quienes viven en sus orillas volviesen a sembrar árboles nativos, pronto habría miles de kilómetros de bosques de galería. Con ellos retornarían los aulladores, los tití y cariblancos, iguanas y ardillas y las centenares de especies de aves de este Istmo que, por millones de años, ha sido puente biológico entre ambas Américas.   Antropólogo
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