Panamá: Del chantaje moral al imperio de la ley
Panamá: Del chantaje moral al imperio de la ley
Durante años, Panamá ha sido escenario de una tensión constante entre la legitimidad moral de ciertas causas sociales y la legalidad que rige la convivencia democrática. Bajo distintos gobiernos, se consolidó una peligrosa práctica: premiar la presión social por encima del cumplimiento del marco jurídico, lo que derivó en una cultura de chantaje institucionalizado. Huelgas prolongadas, cierres de vías estratégicas, interrupciones de clases y bloqueos a servicios públicos fueron no solo tolerados, sino en ocasiones recompensados por administraciones que priorizaron el costo político sobre el principio de legalidad.
En ese escenario, ciertos sindicatos adquirieron una fuerza desproporcionada, no por su capacidad de diálogo o propuestas constructivas, sino por su poder de paralizar al país. Durante décadas, grupos organizados aprendieron que cerrar calles, suspender clases o afectar servicios esenciales no solo era permitido, sino incluso eficaz para obtener concesiones inmediatas. Se instaló así un modelo en el que la coacción sustituía al consenso, y la moral colectiva —justificada o no— se imponía como tribunal por encima del Estado de Derecho.
Hoy, el país atraviesa un punto de inflexión. Con la llegada de la nueva administración liderada por el presidente José Raúl Mulino, comienza a trazarse una línea clara: las decisiones del gobierno se alinearán con la ley, no con las emociones del momento ni con los mecanismos de presión callejera. No se trata de desoír a la ciudadanía ni de minimizar causas sociales, sino de restablecer la premisa fundamental de toda democracia: los derechos de unos terminan donde comienzan los de los demás, y la ley es el único marco legítimo para resolver diferencias.
Casos recientes —como los intentos de bloqueos o paralizaciones bajo justificaciones morales— han dejado en evidencia esta nueva postura. A diferencia del pasado, las autoridades han actuado con firmeza, dejando claro que las demandas deben canalizarse por vías legales y respetuosas del orden público. Este cambio de actitud no pretende reprimir la protesta social, sino reencauzarla hacia un diálogo constructivo, donde el cumplimiento de la ley sea innegociable.
El respeto al Estado de Derecho no es opcional. Es, de hecho, la base que permite que cualquier sociedad avance en equidad, justicia y estabilidad. Continuar premiando la presión fuera del marco legal solo perpetuaría la anarquía institucional que ha debilitado a nuestras instituciones durante años.
Hoy, Panamá tiene la oportunidad de reafirmar que las leyes no son sugerencias, sino garantías. Y que un verdadero cambio no ocurre cuando se cede al desorden, sino cuando se elige la ruta difícil pero necesaria de la legalidad. Dejar atrás el chantaje moral y optar por el imperio de la ley no solo es una señal de madurez institucional: es la única vía para construir un país más justo, predecible y funcional.