Corría la sangre por su cuerpo
Corría en esa cruz la sangre de Cristo por todo su cuerpo, como río desbordado empapando la tierra y desde allí inundando las montañas y los mares, las ciudades y los pueblos, los desiertos y los valles, a los niños, ancianos, jóvenes y adultos, a los buenos y los malos, a los santos y perversos,y sistemas solares, las galaxias...
María, su madre, lo recibe, lo abraza con ternura.
Eran las tres de la tarde y el Cristo colgado del madero, dando un fuerte grito expiró.
La oscuridad reinó en toda la tierra, el velo del templo se rasgó, muchas tumbas se abrieron y la gente cabizbaja, dándose golpes de pecho, abandonaba el escenario, adonde se reunía la humanidad entera, la de todos los tiempos, que contemplaba el cuerpo muerto del inocente y verbo encarnado, con las manos manchadas de sangre, porque todos tuvimos que ver con su muerte por asesinato.
Todos somos culpables, todos allí gritábamos "Crucifícalo" y lo acompañamos al Calvario, por esas calles de piedras de la Jerusalén rebelde y pecadora, burlándonos del Cordero llevado al matadero, empujándolo y escupiéndolo, gozándonos cuando caía rostro en tierra, y a duras penas se levantaba, para caer nuevamente por el peso de la cruz de nuestras maldades.
Y al llegar al Calvario, los clavos en sus manos y pies, la corona en las sienes, la asfixia que lo ahogaba, el cuerpo colgado de lo alto, se desangraba y exclamaba: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
La madre contemplaba con el corazón atravesado por una espada de dolor, al pie de la cruz, desgarrada, cómo mataban a su hijo y el mundo agonizaba.
Allí estaba ese cuerpo del Cristo el Nazareno, inerte y sin respiro, dejando en el madero, y en la tierra del Calvario, su sangre bendita, copiosamente derramada, la sangre del santo de los santos, la del rey de reyes y señor de señores, la del Jesús de Belén, refugiado en Egipto, crecido en Nazaret, que recorrió la Galilea de su infancia, la Samaria rebelde y la Judea de los fariseos y sacerdotes del templo predicando del Reino, limpiando leprosos, resucitando muertos y echando demonios.
Corría en esa cruz la sangre de Cristo por todo su cuerpo, como río desbordado empapando la tierra y desde allí inundando las montañas y los mares, las ciudades y los pueblos, los desiertos y los valles, a los niños, ancianos, jóvenes y adultos, a los buenos y los malos, a los santos y perversos, y a todos los seres creados, los planetas y sistemas solares, las galaxias y constelaciones, y se extendía por todo el universo.
La redención se hizo cósmica para todos los que han existido y existirán, y se sigue extendiendo esa sangre roja como sol brillante, como una luz que ilumina y traspasa oscuridades, y nadie puede detenerla, y donde va transformando la muerte en vida, el llanto en alegría, el dolor en gozo intenso, el pesar en un poema de coro de ángeles y santos, que alaban con sus voces al Cordero Inmaculado, al Padre de todos y al Espíritu Divino.
Sí, estamos siendo salvados, rescatados de las tinieblas más profundas, de las garras del abismo, del mar de fuego insondable, de las fauces del averno, del dragón de siete cabezas y diez cuernos, y llevados en las manos del Nazareno Crucificado y Resucitado, quien recapitula todo en Él, al corazón del Padre misericordioso, del Dios bueno y santo.
Descienden de la cruz el cuerpo vilmente lacerado, abundado en múltiples heridas con su rostro golpeado, pero con la serenidad que reflejan miles de lagos, la belleza de los más lindos atardeceres, como danzas de mariposas de múltiples colores, y el candor de las aves que surcan los cielos.
Es el rostro del varón de dolores, rebosante de la paz del que ha cumplido una misión, la más grande del mundo, la de ofrecer su vida para salvarnos, pagando el precio del rescate con su propia sangre.
Su madre lo recibe, lo abraza con ternura, recordando cuando era niño y le cantaba canciones de cuna.
Mas he aquí que son los coros de los ángeles que se unen al llanto de la madre, y en un gemido de sonora y dulce entonación, cantan el más triste de los cantos, oyéndose en todo el vastísimo espacio sideral, hasta el punto más remoto donde se extiende la creación.
Todo lo que existe se tornó en luto y la madre besa el rostro ensangrentado del hijo y sus mejillas y sus labios, su manto y su túnica, quedan empapadas de la sangre redentora, la misma que ella le dio cuando estuvo en su vientre virginal.
Allí están, ella y el hijo, solos ante un mundo de hombres y mujeres que se retiran, les dan la espalda, lamentan lo que pasa, pero no se arrodillan y piden perdón de sus pecados.
No la acompañan en este trance tan doloroso como inhumano.
Simplemente se van y por eso la soledad de la madre.
Pero al tercer día Él resucitó, y María y todos nosotros recibimos su abrazo y con Él resucitaremos.
Monseñor cmf.