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La princesa y mis botas de caucho

En Boquete tomamos el camino a Arco Iris hasta un gran beneficio de café y tras corta subida llegamos a la hermosa casa de El Doctor. Nos recibió cálidamente. Me dijo que como su hijo Gerardo estudiaba en Estados Unidos tomase su cuarto, cercano al comedor. A su ama de llaves que durante las comidas me sentase frente a él para que conversáramos. Tal como lo hacía mi abuelo Aurelio.

Stanley Heckadon-Moreno | opinion@epasa.com | - Actualizado:

La princesa y mis botas de caucho

En mi infancia en el río Chiriquí Viejo, tema frecuente de las conversas eran sobre las serpientes que abundaban en las selvas y ciénagas. Temía me mordiesen pues las instalaciones médicas eran inexistentes.

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Guardábamos las cosechas en el depósito bajo el piso de la casa. El arroz en manotadas, las mazorcas en jabas, el frijol chiricano y las habas en calabazos y damajuanas de vidrio. Sobre la barbacoa se ahumaba la carne y el pescado salado. Todo era un imán para los ratones atrayendo a las culebras. Al anochecer era frecuente toparse en la cuadra con ellas. Soñaba tener un par de botas de caucho y un foco de baterías.

 

El 28 de agosto de 1955 cayó domingo. Estudiaba en el Javier. Mi madre me dice que antes de ir al matiné del Bella Vista fuese al Hospital Radiológico a visitar a doña Ana Matilde Linares de Arias enferma de cáncer. La enfermera dijo que no permitían visitas, pero me dejó subir. Al fondo del pasillo estaba el cuarto cuya puerta tenía un vidrio y observé al Doctor Arnulfo Arias parado al pie de la cama. Al verme salió y conversamos en el solitario pasillo. Pregunté por doña Ana, dijo que estaba sedada, estable. Me agradeció la visita y nos despedimos. Viendo los cuartos pensaba que en cada ser luchaba contra la muerte. A prima noche las emisoras divulgan la muerte de doña Ana. Fui, quizás, de los últimos en visitarla.

 

Llegadas las vacaciones de 1956 soñaba volver al Chiriquí Viejo. En David mi tía Nina y mi tío Roberto Anguizola me dicen tenía una invitación del doctor Arias a pasar una temporada en su finca.

 

Fuimos en el Packard. No hablé absorto en los llanos con cercas de piedras y los malaguetos zarandeados por el viento veranero. Al norte se elevaba la cordillera, a poniente El Barú, volcán donde nace el Chiriquí Viejo.

 

En Boquete tomamos el camino a Arco Iris hasta un gran beneficio de café y tras corta subida llegamos a la hermosa casa de El Doctor. Nos recibió cálidamente. Me dijo que como su hijo Gerardo estudiaba en Estados Unidos tomase su cuarto, cercano al comedor. A su ama de llaves que durante las comidas me sentase frente a él para que conversáramos. Tal como lo hacía mi abuelo Aurelio.

 

Esta mesa fue una escuela. Escuché las conversaciones que sostenía con sus visitantes. Me presentaba como su huésped, sobrino de Bernardina Moreno de Anguizola, primera mujer presidente de la Asamblea Nacional.

 

Me fascinó su biblioteca plena de libros en varios idiomas sobre tierras lejanas y civilizaciones antiguas, fotos de su vida y sus viajes. Tras leer un libro debía ponerlo en su lugar. Tenía muchos discos, sobre todo de tangos argentinos. No imaginaba que tras el golpe militar de 1968 esta casa sería incendiada.

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El doctor me preguntó qué sabía hacer. Dije que pescar en el río y la mar, rajar leña y cocos, trabajar en el trapiche, estibar plátanos en un bote, palanquear y canaletear, arrear terneros. Dijo que aunque estaba de vacaciones debía aprender sobre el cultivo del café. Tito Lopez, su mandador, me mostró el beneficio con su maquinaria alemana movida por fuerza hidroeléctrica. El galpón de madera tenía una gran pintura de Princesa Janca, hija del cacique cuyo padre reinó en estas tierras. Al llegar al comisariato vi las botas de caucho y el foco. Aquí los cosechadores compraban artículos cambiando las fichas con que se les pagaba.

 

Luego del recorrido el doctor me pregunta que trabajo me gustaría hacer. Le dije que operar la máquina que llenaba las bolsitas de café de 5 centavos. Dijo que primero aprendería a cosechar café. Al otro día volví donde Tito quien me entregó la pesada escalera de madera para alcanzar las altas ramas de los cafetos, la jaba que me amarré al cinto para echar los cerezos y luego vaciarlos en un saco que al final de día sería pesado en latas. Me preguntó cuántas hileras de cafetos quería cosechar, dije que tres como solicitaban los niños guaimíes. El trabajo cerro arriba y acomodar la escalera a los árboles en esas pendientes fue duro. Carecía de destreza para recoger los cerezos más maduros y con cuidado. Pronto los otros niños me dejaron atrás. Cuando se pesó la cosecha, ellos entregaron varias latas llenas yo ni media lata.

 

Al fin de mi estadía cafetalera tenía diez dólares en fichas que en el comisariato las cambié por mis primeras botas de caucho y el foco.

 

Antes de la pandemia volví al beneficio ahora abandonado. Su maquinaria alemana oxidada. La pintura de Princesa Janca irreconocible. Creo que este histórico beneficio debería tornarse en museo sobre la historia del café, regentado por un patronato de los boqueteños.

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