De la germanía a la lengua mía
- Ariel Barría
Comentábamos la semana pasada el origen un tanto escabroso de ciertas palabras que se suelen incorporar a la lengua sin previo análisis, con base en el hecho de haberla escuchado en otro lado, o en boca de personas en quienes presuponemos un grado superior de cultura.
Recordábamos que “germanía” es el término que engloba voces tras las cuales queda un rastro que, con seguridad, nos lleva hasta la guarida de los delincuentes. Abandonadas por sus creadores al perderse el carácter restringido de su uso, las recoge el pueblo en sus expresiones coloquiales y de aquí pasan al vocabulario de figuras públicas, quienes las validan ante el común de los hablantes.
El lector habrá escuchado en alguna ocasión expresiones como esta: “La Policía Nacional encontró un importante ‘caleto’ de drogas”. Después de eso, un oyente poco advertido sobre los giros de la lengua se creerá autorizado a su empleo, porque cuenta con referencias confiables. La voz tenida en menos ha dado un audaz salto, colocándose en nuestro propio ámbito de referencia.
“Cala” es una ensenada pequeña, mientras que caleta le sigue en dimensiones (el sufijo –eta disminuye el valor del sustantivo afectado: segueta, regleta, peseta). En tiempos de corsarios y piratas, naves dedicadas a negocios furtivos solían valorar estas ensenadas para “encaletarse”, es decir, permanecer escondidas de la autoridad o del enemigo. Alguien o algo que permaneciera así estaría “encaletado”, y lo que se encontrara en tal situación sería, a su vez, un “caleto”.
Las variantes anteriores, como se colige, ocurrían en ámbitos ilegales, y tales voces durante mucho tiempo sufrieron el menosprecio de los que valoraban el buen decir; hasta que a alguien se le ocurrió que no estaba de más adornar la expresión (o suplir sus evidentes deficiencias) tomando préstamos del lenguaje de los delincuentes.
Somos ávidos consumidores de jergas otrora rechazadas. De los más oscuro de los bares, allá por la década de los 70, surgió una palabra que hoy califica bien como panameñismo, de tan usada: “tildear” (por dañarse, interrumpir su funcionamiento o bien, ¡manes de la Poesía! volverse loco). Estaban de moda unos juegos mecánicos en los que una bola de acero era lanzada mediante un resorte para recorrer luego distintos senderos que sumaban puntos hasta que, por efectos de la gravedad, salía del tablero por un agujero en la parte baja. Cuando un pícaro jugador pretendía vencer la inclinación con esfuerzo y maña, la máquina lo delataba con un letrero intermitente: “Tilt” (“¡trampa, me inclinaste!”). La máquina se moría literalmente, hasta que una milagrosa moneda venía a revivirla.
La lengua sigue curiosos caminos y cada día nos da sorpresas. Quiera Dios que quienes tienen influencias sobre la cultura, y sobre el idioma en particular, tomen conciencia de las dimensiones de su papel como promotores de esos cambios, y en vez de abonar su vocabulario en el lugar menos recomendable para ello, vayan al diccionario y a los buenos libros donde siempre aguarda lo mejor del idioma de Cervantes.
¡Que la palabra te acompañe!
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