El jardín de Mamá Charo
El jardín de Mamá Charo es igual al tuyo, o al menos a los jardines que has visto en cualquier casa. Tiene unas matas, cántaros, piedras, tal vez un árbol, muchas hojas regadas por el suelo, un tronco en el que se apoyan otras matas, tiestos, flores, un caminito y… sí, mucha vida.
La vida en un jardín puede tener diversas formas: un pájaro que llega a dormir por las noches, otros que buscan beber el néctar de las flores, animalitos que cantan bajo las sombras, arrieras que llegan a buscar hojas, arañas que tejen sus hilos entre las ramas, murciélagos que duermen donde pueden… Hay mucha vida.
A veces, en nuestra prisa, pasamos por allí y apenas echamos un vistazo ligero, tan superficial que nos impide enterarnos de toda la vida que allí existe, de todos los dramas que ocurren en esa pequeña porción de mundo. Para nosotros es solo el jardín de la abuela, y a veces nos metemos allí a jugar; pero para miles de seres vivos, ese es su mundo.
Acompáñame, echemos una mirada más atenta debajo de esas hojas o, si quieres, lee estas sencillas historias que te hablarán de un gran mundo que está ahí, muy cerca de ti: en el Jardín de Mamá Charo… o en tu jardín, cuando quieras verlo más de cerca.
Piratas
Casi era mediodía y todos aceptaron ir al Jardín de Mamá Charo a jugar el juego de la familia, menos Juan Pablo; lo de él eran los piratas. Pero las niñas no querían saber de combates ni de gritos.
Laurita, haciendo su papel de mamá, anunció que harían un cocinadito: tomó tres piedras de río que encontró en un macetero del patio, las colocó en forma de triángulo, recolectó palitos secos y los metió en medio de las piedras y, sobre todo eso, en lugar de olla, puso la gran totuma con la que solían bañarse.
La comida sería sencilla pero elegante, advirtió, aunque los demás lo sabían; ya Laurita les ha confesado que quiere ser chef, pero no cualquier chef, sino de los que salen en la televisión con programa propio. Así que en la totuma (digo, en la olla) colocó una base de hojas menudas que sus ayudantes le trajeron y, encima, desgranó una mezcla de pétalos de veranera, chabelitas y papos, condimentados con pizcas de hierba de limón y hojitas de tilo. Cubrió la olla (digo, la totuma) con una tapa de verdad, traída de la cocina y, sentadas alrededor del cocinadito, se dispusieron a esperar que los aromas anunciaran el banquete.
Mientras tanto, Juan Pablo, al que le asignaron el papel de hijo, aunque él no se dio cuenta, jugaba a los piratas y corsarios cerca de la tina de lavar. Según la historia que iba armando a medida que jugaba, uno de los piratas más temidos era el que sostenía en la mano derecha, al que llamaba Morgan. Pero ese día, Morgan andaba de malas: su propio loro se rebeló y le dio un picotazo en el ojo sano. El pirata ya no se pudo sostener con su pata de palo y cayó al piso, retorciéndose de dolor, justo en el momento en que apareció una enorme serpiente y se lo tragó entero.
—¡Ja, ja, ja! (se supone que todos los piratas se ríen así, aclara Juan Pablo, por si acaso) Éste ya no sirve, todo le salió mal por haber sido tan malo —lo colocó boca abajo en medio de los jabones y le echó unos trapos sucios encima.
En sus manos apareció entonces un corsario fornido, luchando contra un tal pirata Drake; el motivo de la pelea era que el primero quería saquear la ciudad y apoderarse de sus grandes riquezas y el segundo intentaba hacer lo mismo. Se dieron golpes, saltaron de un lado a otro, se lanzaron botellas y sillas, guineos y naranjas.
¡Qué algarabía! Los grillos dejaron de cantar, las arrieras salieron de sus casas chocándose unas con otras, una avispa dejó de merodear, los gusanos se enrollaron más apretados que nunca en forma de caracol y, así de grande era el alboroto, hasta las arañas se olvidaron de atrapar mosquitos.
El pirata Drake se escapó entonces en una barca que podía volar por encima de las escarpadas montañas que formaban las horquillas para tender ropa, seguido muy de cerca por el malvado corsario; luego cayó a un río (en verdad era el platón donde la abuela remoja los limpiones de la cocina), allí hizo “plashhh”, y empezó a nadar por entre los gritos de los indios, las dentelladas de los cocodrilos y las nubes de flechas de los que defendían sus tierras.
Acorralado contra el muro del jardín, Drake desenvainó su espada y enfrentó a su perseguidor en una feroz lucha cuerpo a cuerpo, tan reñida que, después de tres o cuatro golpes, los dos cayeron muertos.
Esta parte no la entendían las niñas, que miraban desde lejos la titánica lucha: ¿cómo es que si los que luchaban era el corsario y el pirata, cuando ambos morían Juancito tenía que tirarse al piso y revolcarse como si también estuviera herido, para luego quedar tendido con los ojos cerrados, la mano abierta y la espada a un lado de su cuerpo? Pero eso no se lo iban a preguntar; total, ellas detestaban tales historias de sangre y fuego.
—¡A almorzar! ¡Laurita, Juan Pablo, niñas, vengan! —interrumpe la abuela desde la cocina.
Con su voz, Juan Pablo vuelve a la vida, recoge a sus compañeros caídos en combate, inventa una barca más grande que ha de llevarlo a puerto y deja atrás a las niñas que tratan de salvar su banquete, mientras él avanza gritando:
—¡Ya voy, Mamá!
Entonces vuelven las arañas a atrapar mosquitos, la avispa a merodear, las arrieras a transportar hojas, los gusanos a deambular… Claro, así es la vida en el jardín, nunca se detiene y, cuando lo hace, es por breves instantes, más breves que este cuento.
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