La lengua, nuestra lengua
- Ariel Barría
En numerosas oportunidades, en distintos ámbitos, alguien me ha preguntado, palabras más, palabras menos: “Profesor, es verdad que esta semana la Real Academia eliminó el uso de la palabra ‘enantes’?”
A medida que escucho la pregunta, no puedo evitar imaginarme a un montón de señores de muy adusto semblante, reunidos en torno a una mesa de caoba, en un madrileño salón, muy amplio y pulcro, pero a la vez tan penumbroso que mete miedo. Un chambelán, con la columna doblada a pesar de sus cortos años, efecto tal vez de las innumerables reverencias diarias, se les acerca con una bandeja de plata repleta de legajos: “Usía, los asuntos de hoy”, dirá el mozalbete al que preside la sesión, antes de dejar las consultas sobre la mesa y retirarse, pie atrás y jorobado.
El docto académico levantará uno de los pliegos y leerá: “Piden los hablantes panameños autorización para usar ‘enantes’, adverbio de tiempo, en los niveles culto, coloquial y vulgar de su nación”. Luego de un breve diálogo entre dientes, los demás letrados, cual harían nuestros no siempre bien amados diputados, golpearán la mesa al unísono “¡Denegado!” Y la palabra desaparecerá de nuestras bocas, so pena de escarnio público para el que incumpliere la ordenanza real.
Nada de esto es así, por suerte. Es más, creo que, al igual que lo hicimos durante gran parte del siglo pasado por el Canal, deberíamos volver a colocar carteles por todos lados: “El pueblo es soberano sobre su lengua”. Eso nos llevó a unirnos en torno a una causa, a defenderla, a venerarla. Algo semejante podría ocurrir con el idioma: sabiéndonos sus dueños quizás lo respetemos más y aceptemos conocerlo y emplearlo mejor.
La función de la Real Academia está, sobre todo, enmarcada en lo que dice su lema: “Limpia, fija y da esplendor”. Sus estatutos señalan como fin principal el “velar porque los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”. Es decir, no crea, no prohíbe, no ordena decir o no decir una palabra; al contrario, reconoce que existen cambios como parte de la ebullición constante de la lengua.
Junto a los cambios, también se reconoce la diversidad; hablamos español, pero no siempre el mismo español: la lengua admite las variantes que dan origen a los regionalismos y a los cambios que surgen a medida que España deja de ser punto de referencia de la norma culta. Hoy, dos de los más conocidos documentos que produce la RAE son, precisamente, el Diccionario de la Lengua Española y el Diccionario Panhispánico de Dudas, este último encaminado a despejar las vacilaciones generadas por las variantes de la lengua en Europa, en América y en el mundo.
Así pues, no es la RAE la dueña de la lengua; somos nosotros, auténticos responsables de su buen destino. Y, por si acaso: ‘enantes’ no es un error.
Cierro con un recuerdo: en 1991, un profesional de la Informática, en ese momento una disciplina casi esotérica, me aseguró: “Con el auge de Internet, las preocupaciones gramaticales no tendrán razón de ser; la velocidad que impone su uso dejará a un lado esos viejos requisitos”. Se equivocó, y para muestra un clic: la página de la RAE (www.rae.es) recibió, solo en el mes de febrero, 444,501 consultas al Diccionario Panhispánico de Dudas; y 16,519,370 al Diccionario de la Lengua (¡más de medio millón por día, más de 24,582 por hora, más de 409 por minuto!).
Que la palabra te acompañe.
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