¿Qué hicieron con mis tildes?
- Ariel Barría Alvarado
Segunda entrega
Comentábamos el pasado domingo el asunto de las tildes, que tanto trabajo nos costó aprender en dónde iban y cuándo se colocaban, para que ahora, de un plumazo, se hayan eliminado de las normas gramaticales de la Real Academia.
Razones sustanciales se aducen en cada caso, y así como en esta era de los procesadores de palabras, y del insulso y constante chateo mediante los ubicuos Blackberry, ya no es tan probable confundir una conjunción disyuntiva “o” con un cero, se aduce que también otras tildes salen sobrando, sin importar cuánto las extrañemos (aquí me vienen a la mente, con becqueriano acento, unos versos profanos: “Dime mujer, cuando las tildes se eliminan, ¿sabes tú adónde van?”).
En efecto, antes se nos enseñaba el grave peligro en que incurríamos al escribir “Él va solo al bar”, porque no sabíamos si es que el tipo se iba a quedar en el antro sin ir luego a otro lado, o si acudía allí sin compañías buenas ni malas, urgiéndonos a especificar el sentido con la tilde diacrítica para precisar el primer caso (sólo, adverbio), o dejando la palabra sin ella, en el segundo (solo, adjetivo). Hoy se nos dice que esto no es necesario, y que confiemos todo al contexto comunicativo, que se encargará de aclarar el sentido y eliminar la ambigüedad (es como decir: “Ellos son locos y se entienden”).
La ambigüedad es, sobre todo, un defecto en el modo de expresarnos. Creo que es del amigo Paco Moreno un correo que muestra algunos “Avisos parroquiales”, llenos de ingenuas ambigüedades, todas ellas remediables con un solo cambio de palabras, o de su ordenamiento; veamos un par: “El precio para participar en el cursillo sobre ‘Oración y Ayuno’ incluye una merienda y el almuerzo”; “La eucaristía finalizará con un responso cantado por todos los difuntos que cumplen años este mes de julio”.
El mismo camino de la extinción siguen otras tildes, como las de los demostrativos “este”, “ese” y “aquel”, con sus femeninos y plurales, que antes aparecían ensombrerados con su respectiva tilde cuando se usaban como pronombres (“Éste es el que te mentó la madre, ése es el que lo escuchó y aquél es el que lo agarró por la pretina cuando intentaba escapar”); pues, ahora, usted ni se meta en esa clase de problemas ni les ponga tilde a tales palabras.
Viéndolo bien, se hace más fácil escribir así. Total, conozco personas que jamás acertaron a poner una tilde correctamente sobre una palabra, por lo que optaban por escribir en mayúscula cerrada creyendo que así eliminaban la necesidad de las tildes. Craso error, pues a las letras capitales se les aplican las mismas reglas que rigen para las minúsculas; aparte de que en el ámbito de Internet y del correo electrónico se considera de muy mal gusto escribir así, porque equivale a que uno está gritando (habrá oportunidades en que deberemos hacerlo, dado que en verdad estaremos gritándole a nuestro interlocutor).
Los recientes cambios en la ortografía se han divulgado oportunamente y con profusión, pero aún cuesta asimilarlos, al punto de que no faltan quienes piden ver en sus escritos aquellas viejas y añoradas tildes que hoy han sido expulsadas del paraíso.
Hay más tela que cortar en el asunto; pero si se fijan bien notarán que ya estoy jugando muy pegado a la barda final, así que dejaremos este asunto del ascenso y caída de las tan queridas tildes de nuestro idioma para continuarlo el próximo domingo, con permiso de Papá Dios. ¡Salud!
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