Se me salen tus hijitos
La primera vez que visité el Templo de Debod lo hice con la poeta Sara Saúco. Nos sentamos en el césped a contemplar el paisaje ...
La primera vez que visité el Templo de Debod lo hice con la poeta Sara Saúco. Nos sentamos en el césped a contemplar el paisaje ...
- Emiliano Pardo-Tristán (Compositor y guitarrista)
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- - Publicado: 22/11/2015 - 12:00 am
La primera vez que visité el Templo de Debod lo hice con la poeta Sara Saúco. Nos sentamos en el césped a contemplar el paisaje urbano de Madrid. Sobre la copa verde de unos árboles los techos de los edificios, más arriba la capa oscura de smog y encima el cielo argén de Madrid, un cielo sin una sola interrupción de nubes. El barullo constante de motores de autos que pasaban por la calle Rosaleda y el Paseo del Rey y los trenes que llegaban y salían de la Estación del Norte. La inspiración perfecta para un poeta futurista. Pensamos en los versos que se le ocurrirían a Vladímir Maiakovski en este lugar: "El cielo, / olvidando su azul entre los humos". Los versos que le inspiraría la noche de Madrid al estridentista Manuel Maples Arce: "La ciudad insurrecta de anuncios luminosos / flota en los almanaques / y allá de tarde en tarde, / por la calle planchada se desangra un eléctrico". Y a la acmeísta Anna Ajmátova, la amante insaciable de los poetas rusos: "Para quién sopla la brisa ligera, / para quién es una caricia el ocaso". Y al creacionista Vicente Huidobro: "Mi alegría es oír el ruido del viento en tus cabellos".
El ruido del viento en tus cabellos, resonó el verso de Huidobro y se mezcló con un tren que llegaba de Galicia. Recordamos que detrás de aquella línea oscura del horizonte quedaba la Casa de Campo. Ahí nos amamos más de una vez. Lo hacíamos entre arbustos o en las bancas para el picnic. Una vez descubrimos que podíamos detener el ascensor de su edificio entre dos pisos y con un dedo puesto en el botón que lo detenía, empezábamos a tocarnos con un ímpetu apocalíptico, como si el mundo se fuera a acabar y lo único que nos salvaría sería aquel polvo intrépido. A veces nos metíamos en los servicios de mujeres de los bares. Sara Saúco iba primero y yo después. Acordamos un toque de puerta que era el ritmo de una bourée de Bach: tres veces dos golpes cortos y uno largo. Sara Saúco abría la puerta y yo entraba. Dentro inventábamos posiciones que fueran de acuerdo al espacio y a la colocación del lavabo y el váter. Ni siquiera el invierno era impedimento. Nos metíamos en callejones oscuros y ahí, de pie, nos amábamos hasta terminar con las piernas doloridas y el rostro radiante de placer. En el camino a casa, con las mejillas sonrojadas de gusto y frío, Sara Saúco bromeaba: "Se me salen tus hijitos", y yo volvía y la besaba.
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