Silvia Ocampo, versos a la sombra
Postales de sus últimos años en su departamento con vista a las arboledas de Plaza Francia, donde evocaba la fascinación que los parques ejercieron en su poesía.
Su primera imagen me la trajo una amiga poeta en los años ‘80: la había entrevisto en su cuarto, una lonja de Silvina bañada por la luz, una muñeca antigua sentada a 90 grados mientras una enfermera le cepillaba el largo pelo blanco en un ritual silencioso.
Ese quinto piso en Plaza Francia, en la esquina de Posadas y la cortada Schiaffino, parecía a punto de venirse abajo por la cantidad de libros que soportaban algunas habitaciones, y la pintura de las paredes se descascaraba a grandes jirones de un color indefinido. En ese decorado, apto para una película sobre la decadencia de la alta burguesía, los habitantes eran dos bohemios: leían y vagaban sin obligación de cruzarse, ajenos a la influencia de lo real, cada uno con su habitación y su escritorio propios, tapizados con los libros que habían agregado a las bibliotecas heredadas y fotos de amigos en los estantes. En ese caserón de propiedad horizontal, donde un living daba paso a otro y a otro, por lujo del espacio, reinaba un claroscuro abigarrado de objetos y lámparas y ácaros casi tangibles al rayo de sol, mientras en la cocina, sin vestigios de provisiones, parecían flotar una taza blanca y una azucarera, como en un cuadro surrealista.
Al fin la conocí a mediados de 1990, cuando el editor Alejandro Katz me encargó reunir su obra narrativa –todos sus libros estaban agotados– con vistas a una antología. El Alzheimer de Silvina estaba avanzado, lo cual me eximía de ser original en mis preguntas y mis atenciones: yo llegaba con una planta de azalea que a ella le parecía la primera. Elegía la variedad más infantil, rosa pálido con bordes blancos, una especie de bandera femenina, y a cada nueva azalea comprobaba que la anterior había languidecido por exceso de sol en el antepecho del ventanal que da a Schiaffino. La persona ya no estaba ahí; en su lugar la senilidad había dejado a una niña parca pero amable y sonriente. La memoria de la menor de las Ocampo estaba en la conversación con su esposo –quien solía referirse a sus extravagancias con un eufemismo: “Ella siempre fue muy original– y en un libro de diálogos con Noemí Ulla. La vejez había deformado esa nariz que en la juventud le había dado un aire de mujer fuerte o, digamos, algo viciosa; la misma que, según varios poemas suyos, le hacía ver en su cara rostros apócrifos, desfiguraciones de aquella fisonomía que guardaba de sí, fechada en horas más felices.
Silvina Ocampo y Bioy Casares, once años menor, se casaron en 1940, motivados por un escándalo social, según Juan José Sebreli. Sin embargo, el artefacto conyugal que armaron fue mucho más tolerante y sólido que el de la mayoría de las parejas convencionales.
Silvina nació en 1903. Creció a la sombra de otras cinco hermanas, sobre todo de la primogénita, Victoria, escritora e ilustre promotora de la alta cultura latinoamericana. Adulta, siguió a la sombra de su esposo y su mejor amigo, Jorge Luis Borges. Pero hizo de esa sombra el reino propicio para componer una obra poética considerable y un corpus de innovadores cuentos breves.
Mientras Bioy participaba de la sociedad y el exterior y en la vejez, del almuerzo diario en el viejo restaurante La Biela, donde le servían su menú espartano de bife de lomo y panaché –¡ah, no desdeñaba ser invitado!, con qué elegancia se aprovechaba de la elegancia del otro cuando aterrizaba la cuenta–, fue en el ocultamiento, “del lado del secreto”, que Silvina forjó su personaje.
Silvina siempre fue menos prejuiciosa o previsible que Bioy y Georgie, sobre todo en sus amistades. Bioy apunta en sus memorias lo mucho que le molestaba que éste escarneciera a algunos de sus amigos homosexuales, y en particular a Juan R. Wilcock, a quien nos presenta como brillante y acomplejado. Según reveló en Roma hace años Elio Pecora, amigo íntimo de Wilcock, fue por una rápida maniobra de salvataje de Silvina que Johnny logró escapar de Mar del Plata a Europa sin escalas, tras un hecho impúdico –o criminal– con un menor. Nunca trascendió el episodio que llevó a uno de los mejores cuentistas argentinos del siglo XX a partir sin despedirse ni volver a pisar su país.
Silvina pasó sus últimos años en su escritorio, a ratos sentada como una esfinge, mirando el gigantesco gomero de la plaza donde a fines de los años ‘70 la había retratado Aldo Sessa. Su Buenos Aires no era la ciudad grande sino el corredor verde que va desde Plaza San Martín –en un petit hotel de Viamonte 550, hoy demolido, crecieron las hermanas–, directo a Recoleta y Palermo, hasta las barrancas de San Isidro, en Villa Ocampo, la quinta familiar antes de que en 1942 la heredara Victoria. Su poesía sigue el trayecto recorrido en la infancia, las tierras húmedas, la costa del río. Si bien esta franja le ofrecía un paisaje de arquitectura que podía recortar a semejanza de París, le impresionaban menos las mansiones y mansardas que el río y el lago de Palermo, el esplendor vegetal, lo que en la ciudad recuerda al campo y por ende, a la fatalidad de su apellido. La muchedumbre le parecía una presencia superflua, intimidante.
En esta ciudad, el campo “está muy cerca en todas partes”, escribió, y así la borroneaba en visiones de espejismo, “una joya del agua”, según escribe en un poema dedicado a Octavio Paz, “sin casas y sin gente, sobre el barro”.
Su poesía traza el mapa botánico de Buenos Aires. En su primer libro, Enumeración de la patria, dedicará un poema a la ciudad y otro a San Isidro, sus dos refugios domésticos. Buenos Aires es la predestinada, es anterior a su fundación, una “delirante nebulosa” en el magma del tiempo y en el centro de un goloso pastiche de referencias enciclopédicas: verde oasis, traza soñada por el duque de Wu en los días de la peste, por los vidrieros árabes en China, por Tiberio en Sicilia. Muestra con ello la voluntad de insertarla en el collar de las capitales literarias europeas y, en el proceso, darle decencia –cuando a ella le tira tanto lo indecente – y rango mitológico a un sitio que igual tiene de salvaje: Sin saber que existías te inventaron/ entre ambiguas llanuras, te anhelaron/ sin fiebres, sin tirano, sin serpientes. El poema Buenos Aires es de 1942; asumimos que el dictador es Rosas, con sus antiguos dominios en el actual Zoológico y remontando el aún no entubado arroyo Maldonado. Dedicó numerosos poemas a las arboledas de Recoleta y Plaza Lavalle, sobre todo a la floración breve y espectacular de los lapachos y a los elefantiásicos gomeros, y al menos en dos piezas, sin nombrarla, evocó a la Avenida Sarmiento, con su camino de jacarandás en diciembre: Y pensar que esto fue un bañado/ campos anegadizos/ junto al río/ una luz que redime hasta el barro/ donde se oye/ el áspero quejido de los bagres (...) estas rosas tan rosadas/ para el arrobamiento/ esta avenida violeta/ que lleva al rosedal.
En 1979 publicó Árboles de Buenos Aires, con fotografías de Aldo Sessa y prólogo de Manuel Mujica Láinez. Que nos devuelvan el desierto, la arena, el silencio,/ gritan las palmeras. Que nos lleve el viento a Arabia,/ que nos queme el sol, escribe en Palmeras de las antiguas prisiones, que cierra con un Hay que amarte Buenos Aires/ para ser árbol y no morir de miedo.
El sur para Silvina eran los accidentes geográficos de Parque Lezama y la muchedumbre de la estación Constitución. El sur es una cantera de personajes, visitada en aquel recuerdo infantil del último piso del petit hotel, donde solía pasar horas mirando a las sirvientas planchar y coser la ropa. Es que esa miseria, ajena a su cuna, prefirió convertirla en enigma, revestirla con las credenciales literarias que presta lo siniestro. A sus ojos, los pobres pertenecen a otra especie, a una orilla inquietante donde acechan síntomas de anormalidad y locura: así los “onanistas” ante el paredón de Recoleta, donde durante décadas funcionó un asilo, y los amantes que devoran pasteles en el pasto y las mendigas que lavan su ropa en la fuente sin jabón.
En 1999 el narrador Juan José Hernández evocó sus encuentros con la autora mientras escribían la obra teatral La lluvia de fuego. “Volví a encontrarla en una exposición de cuadros de Basaldúa –recordó–: ‘¿Has visto las ilustraciones que hizo para Los sonetos del jardín? Voy a regalarte un ejemplar, así tendrás una idea de lo precioso que era San Isidro antes de que Victoria cortara las palmeras. Opinaba que ya no estaban de moda y las cortó. Un horror. Pasé varios años sin pisar San Isidro’.” Cuenta Hernández que cuando Borges le preguntó de qué iba su obra, ella respondió que el título no se refería a Leopoldo Lugones, sino a “una inocente begonia que adorna los patios tucumanos.” Las Ocampo se especializaron en habitar los espacios del arquitecto Alejandro Bustillo. Fue él quien ejecutó la casa funcionalista de Victoria en la calle Rufino Elizalde, respetando en parte el proyecto original de Le Corbusier –hoy sede del Fondo Nacional de las Artes–. El departamento de Plaza Francia, cuyo tercer piso ocuparía su hija Marta con sus tres hijos, en origen fue un edificio de rentas también construido por él en 1931 para Ramona Aguirre, conocida como la Morena, madre de las Ocampo. El odio y la repugnancia motivaron algunos de sus mejores cuentos. A diferencia de las innovaciones temáticas de su narrativa, la poesía de Silvina a menudo es una invocación rioplatense del romanticismo inglés. Un hecho político sacudió su obra: el ascenso y la caída del peronismo, traducidos en la conmoción de las jerarquías de una ciudad, motivaron dos poesías. Con el final de la Segunda Guerra fresco en la memoria, Esta primavera de 1945, en Buenos Aires fue publicada en la revista Antinazi a fines de ese año. En ella se lamenta del 17 de octubre y condena a Perón con la misma palabra aplicada a Rosas.
Hoy, en la sombra tibia, con detalles,/en la inscripción de tiza, en la basura,/ lloro la suerte de mi patria, oscura,/ entre los paraísos de la calle/ (...) He oído como en sueños a un tirano/ con una quejumbrosa exultación/ interrumpir la noche, en un balcón,/ amenazando un trágico verano.
En mayo de 1953 la policía detiene a Victoria y la encierra durante casi un mes en El Buen Pastor. El segundo poema es publicado a fines de 1955 en la revista Sur. Testimonio para Marta vuelve sobre el 17 de octubre, refleja alivio ante el golpe militar pero omite el delirante bombardeo de civiles en Plaza de Mayo.
¡Hablábamos y hablábamos, cruzábamos las calles/ como en las pesadillas cargadas de detalles!/ El Río de la Plata no parecía el mismo,/ la llanura amarilla tampoco. Era un abismo / ¡Durante cuánto tiempo nos persiguió el terror/ con sus caras obscenas, el impune opresor!/ ¡Durante cuánto tiempo, la fiesta aniversaria,/ el disparate, el libro de enseñanza primaria,/ la incesante inscripción, la furia, la vergüenza,/ la adulación ardiente, la delación, la ofensa!/ ¡Durante cuánto tiempo, la cárcel, la locura,/ la desaparición de una persona pura!
A mediados de los ‘90 la extinción cayó sobre la familia. Silvina murió en 1994. Apenas veinte días después, en uno de esos accidentes de la Buenos Aires salvaje, su hija Marta fue aplastada en la avenida Las Heras por un auto que dio un tumbo y le cayó encima. Bioy quedó solo; fue amorosamente tiranizado y cuidado hasta el final por una antigua amante y amiga, quien arregló y pintó el departamento. Murió en 1999. El quinto piso de Posadas y Schiaffi no se alquiló pocas semanas más tarde. A veces se ven pasar siluetas en los ventanales. Son los inquilinos que se asoman a contemplar los gomeros ejemplares de Plaza Francia.
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Carlos Fuentes en México DF
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