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Opinión / El saber como expresión de poder

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El saber como expresión de poder

Publicado 2002/10/18 23:00:00
  • Silvio Guerra
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Hace poco señalé a mis alumnos, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Panamá en la que imparto clases de Filosofía del Derecho, que una forma de negación humana consiste en el "simple entender" de los problemas de los demás y de esta manera permanecer impávidos ante el padecimiento de otros. Cuando acontecen situaciones que impactan a nuestra parte humana, espiritual, anímica, y nos quedamos en el nivel expresivo de que "comprendemos el momento" y nada hacemos por contribuir al cambio positivo de las cosas y de las circunstancias, debemos confesar que nada hemos aportado a la materialización del concepto, propio de la justicia social, de la solidaridad humana y mucho menos a la exigencia del principio bíblico, regla de oro, que demanda de nosotros que "amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos". Quien no es parte de la solución es, desde luego, parte del problema.
Cuando Michel Foucault postula el conocimiento como poder, desde luego que no preconiza el mero saber o conocimiento que posee quien se jacta o vanagloria del cúmulo de datos, de cualquier rama o saber humano, que haya logrado memorizar o internar en su cerebro. Ese saber "cerebral" es un saber aislado que no pocos intelectuales emplean como manera evidente y clara de reconocida vanidad.
Hay un ejército de intelectuales que hacen gala de ese tipo de conocimiento, pasan por la vida contemplándose a sí mismos y viven releyendo grandes obras y hacen citas de párrafos enteros de pensamientos y apotegmas plagados de sabiduría; estos intelectuales son, en verdad, auténticas bibliotecas personificadas; sin embargo, qué rápido y fugaces en el transitar por la vida son los tales, pero además, qué egoístas han sido con la vida y con Dios. Nada han aportado a la regla de oro postulada por el Divino Maestro, Jesús, pues en dicha regla reposa, realmente, la esencia de la solidaridad social y de la justificación de nuestra existencia sobre este mundo terreno. Bueno es el estudio y el aprendizaje cuando sirve a la humanidad.
¿De qué vale tanto leer y no hacer que ese conocimiento, el adquirido, funcione en bien de los demás? ¿De qué serviría a un abogado memorizar códigos enteros de jurisprudencia y de legislación y que ante un caso concreto ni siquiera sepa la oportunidad o el momento preciso en que debe argumentar su sapiencia jurídica?; ¿qué haría un médico con su ciencia del hombre si al momento en que atiende al menesteroso paciente se olvida de las reglas elementales de los primeros auxilios y la obtención de los necesarios exámenes?; ¿qué sería del maestro si olvida el amor paterno que debe profesar a sus alumnos o discípulos? En fin, sobrarían los ejemplos para hacer notar la importancia que debemos conferir al conocimiento que no queda tan sólo en el concepto de "comprensión" sino que trasciende al nivel de la actuación.
De seguro el saber es poder. Es poder cuando está al servicio de los demás: el médico al servicio de la salud; el jurista al servicio de la justicia y de la razón; el maestro dedicado a formar las personalidades y los caracteres; el ingeniero a construir viviendas, no tan sólo de los ricos, sino también para los pobres; etc. El conocimiento es poder cuando sirve, cuando se legitima tras la atención y defensas de causas, cuanto más si éstas son de justicia social, de las grandes mayorías a las cuales desde los evangelios se trata de redimir. El saber como poder, desde luego, que no puede ser tan sólo acumulativo, sino, fundamentalmente, redencionista.
Cuando postulamos la idea del saber como poder, lo decimos en un sentido operativo, funcionalista. Se trata de vivenciar el conocimiento a través de las circunstancias que nos presenta el diario vivir y el permanente interactuar. El saber no es poder cuando se subordina a los dictados del poder político y trata de justificar los errores de los gobiernos contra toda racionalidad; no es poder cuando se hace abyecto condicionando sus beneficios a intereses mezquinos y egoístas. Nunca el conocimiento podrá ser un poder si se avecina a los linderos de la mezquindad y antepone a toda forma de servicio el dinero o las prebendas.
La historia está plagada de numerosos ejemplos que nos permiten visualizar a hombres y mujeres que pusieron al servicio de la humanidad y no de los poderosos el conocimiento que recibieron, sea de manera autodidáctica o en el claustro universitario: Galileo Galilei creyó en la revolución de sus ideas y generó todo un movimiento de racionalidad contra los poderes existentes -sobre todo el secular-; Renato Descartes impuso con su Discurso del Método una forma de pensamiento caracterizada por la razón y de leyes propias que caracterizan el correcto juicio; Montesquieu, en El Espíritu de Las Leyes, legó a la humanidad el basal principio de gobierno de la separación o división de los poderes del Estado, el cual citamos a cada momento en los avatares de las cuestiones propias del poder político; Rousseau dejó una poderosa herencia intelectual connotada por el Contrato Social como forma precedente del Contrato Político llamado Constitución y siendo que en el primero reina o prima la voluntad general de los asociados; en la actualidad, nos encontramos con pensadores que como Jurgen Habermas, Imre Lakatos, Khun, John Rawls con su Justicia como Equidad, Foucault a través de La verdad y las formas jurídicas, etc., ponen de manifiesto que el saber siempre debe estar al servicio de los más necesitados, de los sectores precarios, de las clases menos favorecidas por el progreso o desarrollo social.
Todo lo anterior nos compele a que reflexionemos, seria y profundamente, con relación a la clase intelectual panameña y si ésta, verdaderamente, está cumpliendo con el carácter operativo y funcionalista que la debe caracterizar; si se encuentra al servicio de la población panameña que demanda, con urgencia, defensores que esgriman conceptos y argumentos propios ante los espejismos políticos, económicos, jurídicos, sociales, culturales, etc., que los justificadores del status quo presentan a la nación como la gran panacea. Es el momento en que nosotros, los que entendemos el saber como una acción transformadora pongamos en el lugar que le corresponde a los intelectuales que aún siguen operando con la lógica propia de los formalistas -intelectualistas- y no aterrizan en el aeropuerto de las realidades. Estos son lo que siguen creyendo en la idea o principio absoluto de Hegel; se hacen apriorísticos al estilo de Kant y olvidan que existen derechos que traducen necesidades que, a su vez, reclaman, soluciones inmediatas y no tardías.
El reciente caso de una señora y su familia a quien le demolieron la casa pretextando que ésta se hallaba edificada sobre una servidumbre municipal, ha puesto de relieve la confrontación entre algunos intelectuales, especialmente abogados, que ostentan el saber como poder y aquellos que tienen el saber, pero al servicio del poder. Esto es terrible, pues la propia realidad, mejor maestra del aprendizaje, pone de manifiesto que cuando el saber se tuerce para justificar, los "sabios consejos" que dan los que se encuentran al servicio del poder terminan defenestrando toda posibilidad de éxito o de triunfo. En cambio, quienes hablamos con la racionalidad de las cosas y con la humanidad como modelo de nuestro discurso sabemos que, tarde o temprano, las realidades y las circunstancias nos darán la razón. No tardó mucho para que el pueblo panameño aún continúe dando muestras expresivas de solidaridad y de total repulsa a semejante inhumanidad.
Da pena y nos causa lástima que hayan pseudo intelectuales que, ante el patético cuadro de la demolición de la vivienda de los Cáceres, simplemente se hayan limitado a expresar que se trataba de un "puro dramatismo". Qué forma de hacer que el saber se enceguezca y pierda toda posibilidad de constituirse en Poder. El saber de la justicia impone como regla que la mejor manera de enmendar un agravio es reparándolo de modo íntegro. Esto no puede soslayarlo una consideración formalista de la justicia y mucho menos una de carácter vitalista, al decir de Ortega y Gasset.
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