Audiencia
Jueces valientes ante los hechos y pruebas
Los hechos hablaron por cuenta propia. Las pruebas gritaron a los 4 vientos de la no responsabilidad penal de los acusados. En aquella audiencia, además
Los hechos hablaron por cuenta propia. Las pruebas gritaron a los 4 vientos de la no responsabilidad penal de los acusados. En aquella audiencia, además de abogados y estudiantes de leyes, se encontraban curiosos parroquianos que querían presenciar los debates entre los abogados que intervenían, dentro de los cuales yo era el defensor.
La fiscalía, primera en hacer uso de la palabra, hizo una presentación ausente de análisis y muy alejada de la época de aquellos fiscales que con su verbo hacían temblar las mismas paredes del recinto del tribunal. Sentado el fiscal, sobre su vieja banca, que de tanto uso, emitía unos chirridos alarmantes que opacaban su ya empobrecida alegación, sacó un enrollado de páginas, al parecer, se trataba de la vista fiscal y, sin respeto alguno por la concurrencia, empezó una cansona lectura, por demás que aburrida, que supo ejercer su efecto somnífero sobre los que abarrotaban la sala.
Luego siguió el turno del abogado querellante. Un tanto más vehemente creyó haber consumado la lectura de todo el expediente, incluida la vista fiscal que ya había sido harto citada por su predecesor. Cometió el grave desliz de apercibir al juzgador que se cuidara del verbo de la defensa, y añadió que era peligroso y apasionado, por poco dijo “enredador”. Error, advierto, decirle al juez o al jurado, que se cuiden del verbo del defensor. Lo que se logra es que el juez o el jurado se preste a dar la mejor y más fina atención a la defensa a fin de corroborar si efectivamente es así. El querellante, es decir, el auténtico acusador privado, sin mayores elementos de coherencia lógica y de “pensum” en sus argumentaciones, concluyó haciendo lectura de las normas del Código Penal que guardan relación con las penas y así, creyendo haber hecho la mejor acusación de su vida, terminó solicitando al juez que la pena, más las ñapas, debían estar entre sesenta a sesenta y cinco años para cada acusado.
Mi intervención, como siempre, sencilla, con algo de la pasión que solo los defensores que vivimos la causa, como si nuestra propia vida se encontrara de por medio entre el acusador y la defensa, solemos hacerlo.
Mi oratoria con el empuje del verbo seguro. No la seguridad de mi persona, sino la de la palabra que encuentra abrigo y casa en cada prueba. Nada mejor para hablarles a los jueces y al jurado que formar, siempre, un binomio inseparable entre la palabra que se dice y la prueba que lo respalda.
La palabra, el discurso, que no encuentra en la prueba su respaldo cae vacía en los oídos del juzgador o de los jueces que deciden en conciencia, llamados jurados. Poco a poco, como quien relata un cuento o como quien lee una novela, fuimos presentando al juzgador la historia del caso. Siempre es bueno que la historia sea conocida con precisión. No dejar u olvidar los detalles aunque parezcan algunos insignificantes. Todos, a la hora de la defensa, funcionan. Son como eslabones que, uno por uno, van formando una cadena fuerte, coherente, de razones y de verdades que ninguna mente podrá resistir a admitir, menos la del juez que es conocedor del derecho.
No importaron los clamores de una falsa justicia que se vinieron haciendo durante meses en las emisoras radiales que jamás podrán suplantar la conciencia crítica de los pueblos, lo que sí tienen es gran poder para disuadir o convencer, pero para que eso suceda deben disiparse las dudas del caso. Un abogado prudente, inteligente, eso es lo que hace: disipa las dudas ante el juez o ante el jurado. Con dudas no se puede condenar a nadie, por muy culpable que parezca serlo.
Destruido el voluminoso expediente, en sus aspectos acusatorios, la defensa, habiendo respaldado cada palabra, todo argumento, con la prueba o la contraprueba de los razonamientos de los acusadores, concluyó diciendo al juzgador: “Que nunca tiemble la pluma del juez para dictar la sentencia que corresponda conforme a los hechos y a las pruebas; que nunca tiemble la pluma del juez para favorecer la libertad por encima de las amenazas o de las presiones, pues un juez miedoso no merece estar cerca del palacio sagrado de la justicia porque, al final de cuentas, un juez con miedo se acerca más al infierno y se distancia del cielo”. Luego de aquella audiencia, en la que el juzgador tuvo la entereza moral de pronunciar el derecho, las radioemisoras solo comentaban: “Bueno, es que la defensa aclaró todo el expediente”.
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