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La gota que derrama el vaso

Dos graves falencias desvirtuaron al Estado chileno en democracia: la desatención solidaria de la seguridad social pública y el modelo educativo centrado en la privatización, que ha terminado por endeudar a la clase media y a sus hijos hasta no se sabe qué generación.

Gregorio Urriola Candanedo - Publicado:

El aumento del precio del pasaje del Metro de Santiago, fue lo que originó la protesta social en Chile. Foto: EFE.

Sí, Chile. Acertó usted.

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Es esa larga espada extendida hacia el Sur, como cantó su poeta mayor, el país en cual pienso y al que se asocia el título de estas reflexiones sobre crecimiento, pobreza y desigualdad.

Un pequeño aumento –si bien el tercero en corto tiempo- del orden de menos del 1% en el valor del transporte público, desató la ira contenida del noble pueblo de Chile.

Una nación hastiada de la desatención de su clase política y de una casta económica tecnocrática insensible.

Bastó ese aumento marginal para desatar esta sublevación popular espontánea como un fuego que estalla en el seco bosque tórrido.

El aleteo de esta mariposa dio paso a un ciclón que amenaza las bases del poder político de la nación sureña.

Esos pesos de más se transformaron en un torbellino de ira que se desplegó por las alamedas por donde aún espera transitar el hombre libre, en palabras del presidente mártir de la democracia araucana, o mejor, de la democracia, a secas.

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El caudaloso río que vimos correr por la Bernardo O'Higgins se desborda ahora hacia por los barrios copetudos de Santiago, como cuando el Mapocho asalta de tiempo en tiempo con sus riadas la capital chilena, especialmente cuando las lluvias se combinan con el deshielo cordillerano.

Los desmanes de los carabineros y las declaraciones estultas de unos ministros ensoberbecidos y del propio presidente Piñeira acabaron por ponerlo contra la pared.

Factores coyunturales y estructurales que al no ser atendidos, sea por ser malatendidos o mayormente por ser incomprendidos, suelen terminar en desgracia.

La humilde gota que reboza el vaso.

El saldo democrático puede llegar a ser a una constitución que de una vez y para siempre exorcice la funesta y larga sombra de Pinochet.

Y que en un nuevo pacto social ponga un mentís rotundo a la negación fáctica de los derechos sociales de los chilenos.

Observemos que Chile creció, y creció mucho, pero creció mal.

Y no bastó que parte del excedente se destinara a programas sociales modélicos de combate a la pobreza, como medio de redistribuir parte ínfima de la riqueza creada.

Pues no bastó. Y no basta porque el escenario de partida era una sociedad ya muy asimétrica, muy divida.

 

Dos graves falencias desvirtuaron al Estado chileno en democracia: la desatención solidaria de la seguridad social pública y el modelo educativo centrado en la privatización, que ha terminado por endeudar a la clase media y a sus hijos hasta no se sabe qué generación. 

En suma: los pilares del modelo de crecimiento y de distribución del producto y riqueza social se pervirtieron.

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Y no solo eso.

La proverbial cultura de solidaridad del chileno degeneró en un individualismo rampante empujado por la precariedad y el miedo al futuro incierto.

Un capitalismo feroz, delirante y enajenado, sobre todo en las grandes ciudades, allí donde la solidaridad es más necesaria, pareció ganarse el corazón de Chile.

Chile –ahora puede verse- es el modelo de lo que no debe ser un modelo de desarrollo humano integral, por más que nos vendieron su receta como la del éxito del crecimiento.

Chile nos ha mostrado que no basta crecer, y crecer mucho, si ese crecimiento deja a la mayoría en la más espantosa indefensión.

Si el pastel crece, pero de ese pastel unos pocos se quedan con la porción mayor, los muchos harán sentir –tarde o temprano- su descontento.

En estas sociedades de intensa desigualdad, todos somos ese mismo Chile burlado, postergado preterido, atendido a desgano y con migajas.

Aquí como allá comienza a hastiar que el 1% acumule el 30% de la riqueza social, como causa hastío y rabia malamente contenida que los líderes traten de perpetuarse en el poder, sin entender que esta no es época de caudillismos pese a los méritos acumulados.

Es una hora incierta.

Pongan los que aún pueden sus bardas en remojo o hasta las barbas se calcinarán.

Que nadie juegue con fuego.

O democracia y transformación, o será la noche oscura de los ayes y el crujir de dientes.

Economista. Docente y gestor universitario.

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