Panamá
La vara de naranjillo
- Arnulfo Arias Olivares
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En las montañas de Penonomé, más allá de Miraflores y de Tambo, más allá de Sagrejá y del Bajito de San Miguel, en uno de esos pueblos olvidados de nuestro interior, tuve el privilegio de encontrarme con Don Sixto. Conocedor como pocos de los secretos de esos campos, partero y "brujo" de los buenos. En mi caminar político me lo topé un día, contemplando la naturaleza y silencioso, con ese sombrero campesino desgastado, y con sus manos entrecruzadas descansando sobre el pomo de su vara de naranjillo, que utiliza diestramente, a pesar de su cojera. Sin hablarle, y desde lejos, me pareció como un patricio agreste y sabio de nuestra campiña. No me equivoqué.
Le pregunté sobre sus curas y sobre su experiencia con las picaduras de serpiente, en esos confines en los que hasta una fiebre puede peligrar la vida de los niños y en donde los medicamentos y los médicos son más que escasos.
Hablamos largamente, amenamente. Pero todavía no revelaba los secretos de su arte. Porque caerle bien era una cosa, pero ganarme su confianza ya era otra. Al consultarle sobre los dolores de estómago y los remedios que me recomendaba, se tomó el ala desgastada del sombrero amenamente y, luego de un silencio prolongado y expectante, me sonrió: "Mire, para eso está el pepto bismol". Por supuesto que la concurrencia no pudo contener la carcajada; yo incluido. Sabía que, allí latente, todavía tenía sus dudas sobre mi persona; como es normal en esos campesinos viejos, curtidos por el sol y por el tiempo.
Finalmente, cuando ya me iba, admiré el bastón que sostenía en las manos. Le dije cómo, sin necesitar de uno para caminar, me sería muy útil tener uno, como espantador de las serpientes y los perros que, de cuando en cuando, salen con colmillo y en jauría a recibirlo a uno en esos campos. Me fijó la mirada y mandó a un chiquillo a que buscara una de esas varas que tenía cortada, todavía con su corteza. Ahora la admiro aquí, junto a mi escritorio, y me doy cuenta de lo trascendente de ese obsequio, que me abría las puertas de su trato. Esa vara tenía primero que secar y, desangrada de su savia, se endurecería cada vez más; luego había que desvestirle la corteza hasta alisarla con paciencia.
¿No somos nosotros, acaso, como varas de los naranjillos, que primero deben recortarse, endurecerse con paciencia, para servir luego a los propósitos para los cuales han venido al mundo, en medio de procesos lentos de maduración espiritual y personal?
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