A mano alzada II
- Alonso Correa
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- Periodista
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El sol ilumina las cordilleras europeas, limpia el banal fresco que trae la noche e instaura, una vez más, la dictadura de su calor. Los golpes de su luz resuena por todo el continente, dejando trazas de bronce y gualda regados en el suelo, sobre el mar y en el cielo. La azulada noche se convierte en un pardo día. El palacio de la brisa, protegida por los vientos salados del mediterráneo, se observa aún muy dentro de la verde tierra. Así ha sido durante milenios y así será durante milenios aún por venir. Como un quiste adherido en la piel del tiempo que demuestra que la trascendencia humana se manifiesta en piedra, plomo, concreto, tintes, óleo, tela y madera. Se vuelve a manifestar el miedo reprimido, vuelve a gritar la necesidad de vencerlo, se vuelve a llamar a las musas para que guíen a los desesperados, a los hambrientos, a los trastornados, a los alcoholizados druidas para que conjuren de nuevo las plegarias a la eternidad.
El hueso se torna en polvo, la carne se pudre, la voz se difumina en viento y el recuerdo se apaga con el tiempo, nada queda, nada. Somos, fuimos y seremos, huérfanos del tiempo. Desde antes que nos arranquen del vientre de nuestra madre, antes, tal vez, del momento mismo en el que conciben, ignorantes de lo que es vivir por cuenta propia, perdemos la carrera contra la Parca. La muerte nos acecha desde la cercanía de su inevitabilidad y desde la lejanía de su promesa. Pero preocuparse por eso es amargar los dulces néctares del sol, del día, del tiempo y de la incertidumbre. Tengo demasiada vida como para pensar en la muerte. Algo tan primitivo como el miedo, como la inconsciencia o como el odio salen del mismo saco, son hijos del mismo padre, la ignorancia.
Así como las cimas que resguardan las ciudades, así como los ríos que las cortan, así como las playas que las escoltan, el nicho donde el humano maneja su tiempo se vuelve en una mancha imperecedera de lo que su sociedad era. El mañana no perdona, la amenaza está ahí, escondida detrás de las 23 horas y 59 minutos, pero aún queda día para disfrutar, aún hay vida para vivir, aún hay esperanza que aprovechar y no tenemos tiempo para pensar acerca del tiempo que aún no ha existido, no tenemos motivo para mirar hacia lo que aún no se ha manifestado en nuestro presente. Los sueños de inmortalidad, las ganas de romper las barreras del tiempo, la necesidad innata del Homo sapiens de competir contra todo lo que le rodea le ha traído hasta las fronteras de la divinidad, esculpiendo el camino y dejando atrás solo los recuerdos, como migas de pan, de los que lograron vencer a la muerte, resucitando en cada crónica, reales o no, sobre su vida.
Pero el cielo se torna oscuro, la tarde parece desangrarse en destellos áureos y en brasas calientes sobre un horizonte oscuro y pesado. Vuelve a vencer la noche, vuelve a ganar el tiempo, quedamos, una vez más, a la intemperie, malnutridos, mal vestidos y poco preparados para hacerle frente a un tsunami de estrellas. La luna se asienta en la oscuridad, cubriendo los picos, las playas y los bosques que siempre han estado ahí de un barniz plateado, pero nuestra piel, cubierta por la desdicha de ser capaces de entender, parece arder. Preferimos lo innatural, la calidez de lo propio, la tranquilidad de lo que se conoce. El fuego se consume, la luz se apaga y nosotros, cansados y desesperados, volvemos a dormir bajo el abrazo de las tinieblas.
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