Moral reproductiva y clonación
Publicado 2000/12/23 00:00:00
- katherine Palacio P.
Colaborador
El domingo, 17 de diciembre pasado, leí un sesudo artículo del Dr. Ricardo Arias Calderón sobre la moralidad de la clonación. Mi afición por la filosofía -siendo precisamente esto- no me permite entrar en los delicados puntos de este tema. Voy a tratarlo desde una antropología existencial sencilla, vista desde una perspectiva cristiana.
Somos hombres, producto del humus y del soplo divino, macho y hembra a imagen y semejanza de Dios. Reducir esta realidad a moléculas, átomos, muones y quarks es un cientifismo ciego. No podemos desechar el misterio del hombre en el infinito y en su relación con Dios. No podemos pretender abarcar la trascendental plenitud del hombre con la limitada inteligencia de criaturas contingentes. Esto está implícito en el reciente discurso del Cardenal Darío Castrillón Hoyos, donde dice: "Hace dos mil años, un óvulo fue fecundado prodigiosamente por la acción sobrenatural de Dios. ¡Qué hermosa expresión: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" "Así, de esa maravillosa unión, resultó un zigoto con una dotación cromosómica propia. Pero en ese zigoto estaba el Verbo de Dios. En ese zigoto se encontraba la salvación de los hombres."
¿Qué sabemos nosotros del potencial de cada nueva criatura? Ese potencial que ya está dado desde el momento en que un espermatozoide penetra el óvulo y lo fecunda. Pero no toda la gloria de la nueva creación está concentrada en ese zigoto. Ese nuevo ser humano no puede vivir en el vacío; no puede vivir solo en medio de la naturaleza; depende de la humanidad en su integralidad. De manera inmediata depende de sus padres, pero también de la sociedad entera y de la herencia cultural que la potencializa. Pareciera a veces que no realizamos que ser padres no es un mero hecho biológico, como el producto del apareamiento de las bestias. El niño necesita del amor paterno, del lenguaje, de una educación completa que le permita relacionarse productiva y amorosamente con su entorno, especialmente con el entorno humano, pero más importante, con el divino, del que procede y al cual está destinado.
Esto no se puede dar en el vacío. El producto -como categorizan al ser humano que muchos desechan tan fácilmente- | tiene derecho a unos padres que lo amen y terminen de convertirlo, no sólo en un ser humano, sino que realicen en él a un hijo de Dios. Por esto, el acto sexual humano está revestido de sacralidad: una sacralidad que es insoslayable. Hoy que hemos reducido la sexualidad a una mera trivialidad, a un pasatiempo divertido, esto no es fácilmente comprendido y por ello entendemos que tantos queden perplejos ante la moral cristiana. La vida es tan importante que cuidamos de ella desde antes que se dé.
Ya estamos cuidando de ella cuando educamos a los niños para la vida sexual. La opción a la vida matrimonial y el sacramento de la unión de vidas es un cuidar de la vida que se ha de transmitir. Por ello, toda la vida sexual y el lenguaje corporal que la envuelve, promueve y celebra, está revestida de un trato especial que la hace sagrada, separándola del ambiente común, dotándola de una fuerza generadora de entrega amorosa.
Es por todo esto que no se puede reducir la generación de vida a una mera producción mecánica o biológica. No podemos dejarlo en el ámbito de lo profano y trivial. Su naturaleza sagrada está dotada de una fuerza que arde y destruye al que la trata ligeramente.
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