"Nostra aetate"
Publicado 2005/12/24 00:00:00
- Mexicali
"Nostra Aetate", literalmente "en nuestra época" son las palabras iniciales de la Declaración de la Iglesia Católica Romana sobre sus relaciones con las fes no cristianas, el Islam y el Judaísmo.
El Documento fue promulgado en octubre de 1965 -hace exactamente 40 años- cuando estaba por concluir el Segundo Concilio del Vaticano.
En los párrafos del texto, la Iglesia admitió oficial y públicamente -y finalmente- sus orígenes judíos, las raíces judías de su teología y que sus fundadores (Jesús, Pablo y Pedro) eran incontestablemente judíos.
Entre tanto, habían transcurrido nada menos que dos mil años de hostilidad cristiana, de rechazo al judío con el concepto central de que la nueva revelación dejaba atrás el "Antiguo" Testamento que se redujo a un esquema y anuncio de la llamada "plenitud de los tiempos".
Bien curioso que el cristianismo admitiera la legitimidad canónica de los libros bíblicos judaicos, pero impugnara el supuesto "desface" de sus autores y seguidores, el pueblo de Israel.
Lo positivo de la declaración es que exime a los judíos del pasado y del presente de toda culpa por la muerte de Cristo, el tan traído y llevado "deicidio". En esto el Concilio fue tajante y definitivo. Además, deplora las incontables persecuciones y liquidaciones que los judíos sufrieron a lo largo de las épocas.
Mientras da un paso hacia delante para encontrarse con los judíos y reivindicarlos, la Iglesia insiste en ese documento que ya la salida de Israel de Egipto prefigura el advenimiento del catolicismo. Nunca antes se había forzado la historia para aproximar dos eventos entre sí remotos y sin nexo alguno.
Es obvio que Judaísmo y Cristianismo tienen puntos de convergencia y comparten una responsabilidad moral que ha de inspirarse en la herencia de la revelación escriturística.
Hay que continuar la profundización del tema, hacer una lectura judía del catolicismo teológico y filosófico, y plantear un terreno común que supere el recelo mutuo para que ambas religiones propongan ideas que nos ayuden a vivir en esta sociedad mundial cada vez más hundida en la desesperanza, el absorbente materialismo y la falta de fe en el hombre como producto execrable de la sustitución de Dios por ídolos inconsistentes y pasajeros.
De la misma manera que el pueblo judío cruzó el desierto hostil durante 40 años, hasta llegar a la Tierra Prometida, los 40 años de "Nostra Aetate" pueden ser una promesa de entendimiento, de trabajo conjunto y contribuir con denuedo a promover la paz, la libertad y la justicia. En pocas palabras, un horizonte de encuentro y comprensión.
Los pasos que dio el inolvidable Juan Pablo II en ese sentido son dignos de todo elogio. El hablo de una "civilización del amor", la fuerza de la no violencia, pues por encima de las divisiones religiosas, políticas y económicas, está el hombre y la necesidad de un humanismo renovado, actualizado capaz de conducirnos a una comunidad universal que haga honor a la bimilenaria tradición judeo-cristiana.
Si lo miramos desde ese ángulo, el Documento declaratorio emitido por la Iglesia hace cuatro décadas, todavía conserva su vigencia y validez.
El Documento fue promulgado en octubre de 1965 -hace exactamente 40 años- cuando estaba por concluir el Segundo Concilio del Vaticano.
En los párrafos del texto, la Iglesia admitió oficial y públicamente -y finalmente- sus orígenes judíos, las raíces judías de su teología y que sus fundadores (Jesús, Pablo y Pedro) eran incontestablemente judíos.
Entre tanto, habían transcurrido nada menos que dos mil años de hostilidad cristiana, de rechazo al judío con el concepto central de que la nueva revelación dejaba atrás el "Antiguo" Testamento que se redujo a un esquema y anuncio de la llamada "plenitud de los tiempos".
Bien curioso que el cristianismo admitiera la legitimidad canónica de los libros bíblicos judaicos, pero impugnara el supuesto "desface" de sus autores y seguidores, el pueblo de Israel.
Lo positivo de la declaración es que exime a los judíos del pasado y del presente de toda culpa por la muerte de Cristo, el tan traído y llevado "deicidio". En esto el Concilio fue tajante y definitivo. Además, deplora las incontables persecuciones y liquidaciones que los judíos sufrieron a lo largo de las épocas.
Mientras da un paso hacia delante para encontrarse con los judíos y reivindicarlos, la Iglesia insiste en ese documento que ya la salida de Israel de Egipto prefigura el advenimiento del catolicismo. Nunca antes se había forzado la historia para aproximar dos eventos entre sí remotos y sin nexo alguno.
Es obvio que Judaísmo y Cristianismo tienen puntos de convergencia y comparten una responsabilidad moral que ha de inspirarse en la herencia de la revelación escriturística.
Hay que continuar la profundización del tema, hacer una lectura judía del catolicismo teológico y filosófico, y plantear un terreno común que supere el recelo mutuo para que ambas religiones propongan ideas que nos ayuden a vivir en esta sociedad mundial cada vez más hundida en la desesperanza, el absorbente materialismo y la falta de fe en el hombre como producto execrable de la sustitución de Dios por ídolos inconsistentes y pasajeros.
De la misma manera que el pueblo judío cruzó el desierto hostil durante 40 años, hasta llegar a la Tierra Prometida, los 40 años de "Nostra Aetate" pueden ser una promesa de entendimiento, de trabajo conjunto y contribuir con denuedo a promover la paz, la libertad y la justicia. En pocas palabras, un horizonte de encuentro y comprensión.
Los pasos que dio el inolvidable Juan Pablo II en ese sentido son dignos de todo elogio. El hablo de una "civilización del amor", la fuerza de la no violencia, pues por encima de las divisiones religiosas, políticas y económicas, está el hombre y la necesidad de un humanismo renovado, actualizado capaz de conducirnos a una comunidad universal que haga honor a la bimilenaria tradición judeo-cristiana.
Si lo miramos desde ese ángulo, el Documento declaratorio emitido por la Iglesia hace cuatro décadas, todavía conserva su vigencia y validez.
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