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Posmodernidad, vida líquida, amor líquido

El mundo exterior tiene que demostrar su inocencia ante el tribunal de la ética, no al contrario. Y no le va a ser posible demostrarla, porque dicho tribunal está sometido al asedio del mercado, que es el mejor ejemplo de inmoralidad.

Juan José Tamayo/opinion@epasa.com - Publicado:

El politólogo y científico social polaco Zygmunt Bauman es uno de los pensadores más lúcidos e influyentes de nuestro tiempo.  “Líquido” es una de las categorías centrales y de gran riqueza analítica de su pensamiento. Su tesis es que en la sociedad actual todo es líquido, inconsistente, evanescente: la modernidad, los miedos, los temores, el amor, la vida. Las condiciones de vida y de acción y las estrategias de respuesta se modifican con tal celeridad que no pueden consolidarse ni traducirse en hábitos y costumbres.

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 Nuestro mundo avanza a un ritmo vertiginoso pero sin rumbo, cambia pero sin consistencia. No hay tiempo para que las cosas echen raíces. La precariedad es el signo, y el sino, de nuestro tiempo. Pareciera que el imperativo categórico fuera estar poniéndose al día constantemente. Las cosas se adquieren y se desechan con celeridad compulsiva. Las capacidades se tornan discapacidades en un instante. La apelación a la experiencia es signo de decrepitud. Se impone la velocidad frente a la duración, la aceleración frente a la eternidad, la novedad frente a la tradición, el consumismo frente a la ciudadanía. “El consumidor, afirma, es enemigo del ciudadano”. Hemos pasado del miedo al cambio al miedo al estancamiento.

La vida líquida se caracteriza por ser una “cultura del desenganche, de la discontinuidad, del olvido”; que no educa en la reflexión, ni en la actitud de búsqueda, sino en la ojeada fugaz. No hay convicciones firmes, solo opiniones que pueden cambiar tanto en la política como en el debate intelectual. Cada vez hay menos personas dispuestas a dar su vida por algo o por alguien. Se ha pasado de la figura del mártir a la del héroe como camino más rápido para conseguir celebridad.

El martirio significa solidarizarse con “un colectivo al que la mayoría discrimina, humilla, ridiculiza, odia y persigue”. El mártir “pone la lealtad a la verdad por encima de cualquier otro cálculo de ganancia o beneficios mundanos”. Aquí radica la diferencia entre mártires y héroes modernos. Estos hacen cálculos sobre las pérdidas y las ganancias de sus acciones y esperan obtener beneficios de su sacrificio. Mientras que la muerte de los mártires sea “inútil”, no se entiende que pueda existir un “heroísmo inútil”. La democracia ha sufrido un golpe de Estado por el neoliberalismo, cuyo objetivo es privatizar la esfera pública y eliminar la utopía social. La utopía de la modernidad se ha convertido “en blanco y presa de llaneros, cazadores y tramposos solitarios: uno de los muchos trofeos de la conquista y la anexión de lo público a lo privado”. Calificar hoy a una persona, a un grupo o a un proyecto de utópicos no es una alabanza. Constituye una descalificación en toda regla. La utopía sufre un largo destierro y un maltrato semántico. Se identifica con quimera, ilusión, sueño irrealizable, evasión de la realidad, renuncia a las responsabilidades del presente.

Sin embargo, la utopía, liberada de toda mitología, es una categoría mayor de la filosofía de la esperanza y tiene un sentido positivo en tanto proyecto de un mundo justo, que implica la crítica del presente. Es necesaria como imagen movilizadora de las energías humanas, horizonte que orienta y guía la praxis, instancia crítica de la realidad y motor de la historia. El individuo vive en permanente asedio. Cuanto más se empeña en afirmar su individualidad, más asediado se ve por la sociedad. “La individualidad es tarea que la propia sociedad de individuos fija para sus miembros. El auge de la individualidad supuso el debilitamiento de los lazos sociales”. ¿En qué consiste el viaje de autodescubrimiento? En una feria global de comercio al por mayor de recetas de individualidad. Los elementos auténticamente individuales de cada persona terminan por convertirse en moneda de uso común, en estándares sin valor.  Vivimos un proceso de fragmentación y de segmentación, de diversidad individual y social. Lo que exige como objetivos políticos y sociales importantes, escribe Bauman, citando a Dominique Simone Rychen, el fortalecimiento de la cohesión social, el desarrollo de un sentido de conciencia y responsabilidad sociales, la interacción con otras personas, el diálogo, la comprensión mutua, la gestión y resolución de los conflictos.

Siguiendo a Hannah Arendt y a Bertold Brecht, llama a nuestra época “tiempos de oscuridad”, en los que se degrada toda verdad a una trivialidad sin sentido y el distanciamiento de la política y de lo público se ha convertido en la “actitud básica del individuo moderno, quien, alienado del mundo, solo puede revelarse  en privado y en la intimidad de los encuentros cara a cara”. Bauman se pregunta por la posibilidad de convertir el espacio público en lugar de participación duradera, de diálogo permanente, de debate y de confrontación entre consenso y disenso, en vez de ámbito de encuentros fugaces y casuales. Esa conversión, dice, solo es posible creando un espacio público nuevo y global, que se traduzca en una política planetaria adecuada, un escenario planetario, un análisis global de los problemas provocados a escala global y una responsabilidad planetaria. Ello exige reformar el tejido de las interdependencias e interacciones globales.

Las reflexiones de Bauman no dejan a nadie indiferente. Se compartan o no, dan que pensar. Llevan por veredas inexploradas, no por los caminos del éxito seguro en los negocios. Provocan insatisfacción como punto de partida para cambiar la realidad. Invitan a construir relaciones simétricas, cálidas, duraderas, auténticas, no mediadas crematísticamente. Sus pensamientos no acaban en desencanto y apatía. Su libro Vida líquida termina con una llamada a la esperanza entendida como encuentro entre imaginación y sentido moral. La esperanza se resiste a reconocer la jurisdicción “de lo que es” y a someterse al dictamen de la realidad. Es esta la que tiene que explicar por qué no siguió el criterio marcado por la esperanza. Y junto a la esperanza, la apelación a la utopía, a partir de la consideración del ser humano como criatura esperanzada según Bloch y de la ética como filosofía primera según Lévinas. El mundo exterior tiene que demostrar su inocencia ante el tribunal de la ética, no al contrario. Y por el momento no le va a ser posible demostrarla, porque dicho tribunal está sometido al asedio del mercado, que es el mejor ejemplo de inmoralidad.

Profesor Universidad Carlos III.

 

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