¿Qué Declaración Universal?
Publicado 2007/01/29 00:00:00
- Fernando Gómez Arbeláez
Los derechos humanos son inherentes a la naturaleza humana, pero en nuestra sociedad organizada solo ejercemos aquellos que se logran reconocer en blanco y negro.
LAS DISCUSIONES de los anteproyectos de ley que adoptan un nuevo Código Penal y sustraen del Código Judicial todo su Libro III para crear un Código de Procedimiento Penal parecen estar limitadas a unos cuantos abogados especialistas y a uno que otro miembro de la Asamblea Nacional.
Pocas personas fuera de ese reducido círculo demuestran conocimiento sobre esos cuerpos legales o de lo que ambos, de ser aprobados, representarían en lo que a los derechos y garantías fundamentales de la sociedad panameña se refiere.
Cierto es que en la calle no es común la discusión de los principios o la doctrina del Derecho Penal, pero también lo es que esto nunca ha sido obstáculo para que la ciudadanía exija en la calle el reconocimiento de sus derechos humanos, aún cuando no siempre quede en claro a qué se refieren de manera específica.
Lo poco que la población sabe sobre tales anteproyectos, así como ese concepto algo abstracto que en general se maneja sobre los derechos humanos, me recuerda una conversación que en reciente viaje de trabajo a la ciudad de Washington mantuve con un antiguo profesor universitario quien, tras años de intensos debates académicos, canjeó su vida de enseñanza por la de un congresista norteamericano. Nuestra plática, salpicada irremediablemente por aquellos temas internacionales que prevalecieron durante mis años de estudiante, contó con la participación de su esposa, una destacada promotora de los derechos humanos con vasta experiencia en países en desarrollo. El intercambio de ideas sobre este tema se hizo imprescindible, en particular porque en Estados Unidos iban pronto a conmemorar la vida y obra de Martin Luther King, Jr.
Mis dos anfitriones sienten igualmente un especial entusiasmo por el legado social de Eleanor Roosevelt, una mujer destacada quien siendo viuda del expresidente Franklin Delano Roosevelt ofreció valiosos aportes a la sociedad internacional como embajadora de su país ante la ONU. Allí contribuyó, entre otros resultados, a que la Declaración Universal de los Derechos Humanos se convirtiera en algo tangible, al menos en la forma de un documento global, hace poco más de cincuenta y ocho años.
El sexagésimo aniversario de la adopción de la Declaración Universal por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas, coincidían mis anfitriones, deberá ser uno de los mayores acontecimientos a celebrar en diciembre de 2008. La memoria de Eleanor Roosevelt y su incansable labor en pro de los derechos humanos a nivel mundial, pensaban ellos, no podría ser mejor recordada.
Algunos de los presentes, sin embargo, no encontraban justificado que ese aniversario tuviera un carácter festivo. La conversación giró sutilmente hacia preguntas nada sencillas de contestar. ¿Cuántas personas alejadas de las grandes ceremonias en Nueva York y Ginebra, en La Haya, Estrasburgo y San José, por ejemplo, conocerán del significado de esta Declaración? ¿Cuántas la utilizan como referencia al exigir sus derechos? Más aún, ¿cuántas saben hoy día que desde 1948 existe una Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Cuántas saben quién era Eleanor Roosevelt?
Días atrás había sido publicada en Washington una encuesta señalando que la mayoría de la juventud norteamericana, incluyendo a la de origen afro-americano, era incapaz de citar logros concretos de Martin Luther King, Jr., Premio Nobel de la Paz de 1964. Mucho menos, se suponía entonces, que esa juventuda sabría nada de la señora Roosevelt y de sus esfuerzos realizados una década antes del activismo de King.
Si los jóvenes norteamericanos, con amplias facilidades de educación, comunicaciones, bibliotecas y rápido acceso a la información digital, ignoraban los éxitos de sus líderes nacionales que lucharon por los derechos humanos - conquistas de las cuales se han beneficiaron ellos mismos, tanto como sus padres y sus abuelos- era seguro que en otras sociedades, en especial aquellas oprimidas y menos desarrolladas, la Declaración Universal difícilmente tendría mayor difusión luego de casi seis décadas de vigencia.
En el olvido de las nuevas generaciones habrían quedado no solo Eleanor Roosevelt, sino también John Peters Humphrey, René Cassin, Hernán Santa Cruz y demás autores de este documento como miembros de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas entre 1947 y 1948, quienes confiaron en que la Declaración se convertiría eventualmente en el sustento de una Carta Magna de amplia cultura y aplicación.
Nadie duda que ese objetivo aún se mantiene pendiente.
La situación no es nada diferente en Panamá. Una encuesta sobre la Declaración Universal probablemente nos señalaría que su desconocimiento es general. Todavía hoy parece ser un escrito meramente académico con el que la sociedad no se siente vinculada. Nuestro sistema educativo ni siquiera enfatiza en la enseñanza de los derechos y garantías fundamentales consagrados en la Constitución Política, materias que en vez de ser de amplio dominio público quedan en el ámbito casi exclusivo de las autoridades públicas y los abogados.
Para muchos ciudadanos, la Declaración Universal, de saber sobre su existencia, representará un instrumento lejano que engalana las páginas de los libros de texto, no un conjunto de principios que deban ser conocidos, comprendidos y cumplidos estrictamente por gobernantes y gobernados.
Menos aún se sabe en Panamá que fue un jurista panameño, el doctor Ricardo J. Alfaro, el primero en proponer, infructuosamente, que una declaración de derechos humanos fuera incorporada en el texto de la misma Carta de Naciones Unidas en 1945.
Mis anfitriones en la capital norteamericana y sus invitados coincidimos en que los derechos humanos únicamente son aceptados de forma directamente proporcional a la manera en que la sociedad logre su reconocimiento en las leyes que nos gobiernan. Si no prestamos atención a la formulación y aprobación de esas leyes, malamente podremos después lamentarnos acerca de un contenido en el que la Declaración Universal sea materia por completo desconocida.
Salen dos viajes diarios y tres los fines de semana, los que están sujetos a la disponibilidad que tenga la compañía para realizar la travesía. No se observaron viajeros a la espera de una lancha.
Pocas personas fuera de ese reducido círculo demuestran conocimiento sobre esos cuerpos legales o de lo que ambos, de ser aprobados, representarían en lo que a los derechos y garantías fundamentales de la sociedad panameña se refiere.
Cierto es que en la calle no es común la discusión de los principios o la doctrina del Derecho Penal, pero también lo es que esto nunca ha sido obstáculo para que la ciudadanía exija en la calle el reconocimiento de sus derechos humanos, aún cuando no siempre quede en claro a qué se refieren de manera específica.
Lo poco que la población sabe sobre tales anteproyectos, así como ese concepto algo abstracto que en general se maneja sobre los derechos humanos, me recuerda una conversación que en reciente viaje de trabajo a la ciudad de Washington mantuve con un antiguo profesor universitario quien, tras años de intensos debates académicos, canjeó su vida de enseñanza por la de un congresista norteamericano. Nuestra plática, salpicada irremediablemente por aquellos temas internacionales que prevalecieron durante mis años de estudiante, contó con la participación de su esposa, una destacada promotora de los derechos humanos con vasta experiencia en países en desarrollo. El intercambio de ideas sobre este tema se hizo imprescindible, en particular porque en Estados Unidos iban pronto a conmemorar la vida y obra de Martin Luther King, Jr.
Mis dos anfitriones sienten igualmente un especial entusiasmo por el legado social de Eleanor Roosevelt, una mujer destacada quien siendo viuda del expresidente Franklin Delano Roosevelt ofreció valiosos aportes a la sociedad internacional como embajadora de su país ante la ONU. Allí contribuyó, entre otros resultados, a que la Declaración Universal de los Derechos Humanos se convirtiera en algo tangible, al menos en la forma de un documento global, hace poco más de cincuenta y ocho años.
El sexagésimo aniversario de la adopción de la Declaración Universal por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas, coincidían mis anfitriones, deberá ser uno de los mayores acontecimientos a celebrar en diciembre de 2008. La memoria de Eleanor Roosevelt y su incansable labor en pro de los derechos humanos a nivel mundial, pensaban ellos, no podría ser mejor recordada.
Algunos de los presentes, sin embargo, no encontraban justificado que ese aniversario tuviera un carácter festivo. La conversación giró sutilmente hacia preguntas nada sencillas de contestar. ¿Cuántas personas alejadas de las grandes ceremonias en Nueva York y Ginebra, en La Haya, Estrasburgo y San José, por ejemplo, conocerán del significado de esta Declaración? ¿Cuántas la utilizan como referencia al exigir sus derechos? Más aún, ¿cuántas saben hoy día que desde 1948 existe una Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Cuántas saben quién era Eleanor Roosevelt?
Días atrás había sido publicada en Washington una encuesta señalando que la mayoría de la juventud norteamericana, incluyendo a la de origen afro-americano, era incapaz de citar logros concretos de Martin Luther King, Jr., Premio Nobel de la Paz de 1964. Mucho menos, se suponía entonces, que esa juventuda sabría nada de la señora Roosevelt y de sus esfuerzos realizados una década antes del activismo de King.
Si los jóvenes norteamericanos, con amplias facilidades de educación, comunicaciones, bibliotecas y rápido acceso a la información digital, ignoraban los éxitos de sus líderes nacionales que lucharon por los derechos humanos - conquistas de las cuales se han beneficiaron ellos mismos, tanto como sus padres y sus abuelos- era seguro que en otras sociedades, en especial aquellas oprimidas y menos desarrolladas, la Declaración Universal difícilmente tendría mayor difusión luego de casi seis décadas de vigencia.
En el olvido de las nuevas generaciones habrían quedado no solo Eleanor Roosevelt, sino también John Peters Humphrey, René Cassin, Hernán Santa Cruz y demás autores de este documento como miembros de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas entre 1947 y 1948, quienes confiaron en que la Declaración se convertiría eventualmente en el sustento de una Carta Magna de amplia cultura y aplicación.
Nadie duda que ese objetivo aún se mantiene pendiente.
La situación no es nada diferente en Panamá. Una encuesta sobre la Declaración Universal probablemente nos señalaría que su desconocimiento es general. Todavía hoy parece ser un escrito meramente académico con el que la sociedad no se siente vinculada. Nuestro sistema educativo ni siquiera enfatiza en la enseñanza de los derechos y garantías fundamentales consagrados en la Constitución Política, materias que en vez de ser de amplio dominio público quedan en el ámbito casi exclusivo de las autoridades públicas y los abogados.
Para muchos ciudadanos, la Declaración Universal, de saber sobre su existencia, representará un instrumento lejano que engalana las páginas de los libros de texto, no un conjunto de principios que deban ser conocidos, comprendidos y cumplidos estrictamente por gobernantes y gobernados.
Menos aún se sabe en Panamá que fue un jurista panameño, el doctor Ricardo J. Alfaro, el primero en proponer, infructuosamente, que una declaración de derechos humanos fuera incorporada en el texto de la misma Carta de Naciones Unidas en 1945.
Mis anfitriones en la capital norteamericana y sus invitados coincidimos en que los derechos humanos únicamente son aceptados de forma directamente proporcional a la manera en que la sociedad logre su reconocimiento en las leyes que nos gobiernan. Si no prestamos atención a la formulación y aprobación de esas leyes, malamente podremos después lamentarnos acerca de un contenido en el que la Declaración Universal sea materia por completo desconocida.
Salen dos viajes diarios y tres los fines de semana, los que están sujetos a la disponibilidad que tenga la compañía para realizar la travesía. No se observaron viajeros a la espera de una lancha.
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