Recordar es vivir
- Arnulfo Arias
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Recientemente se conmemoraron los 36 años de la invasión el ejército estadounidense a Panamá. Una operación destinada a desarticular por completo a las Fuerzas de Defensa como brazo operativo de la entonces dictadura.
La forma en la que se ejecutó la operación no fue la más quirúrgica y precisa. Muchas vidas, culpables e inocentes, se perdieron ese día; el comercio nacional fue devastado; y el trauma colectivo no ha tenido precedentes…. Todo para extirpar a un solo hombre. En vez de una endodoncia para tratar la pieza enferma, se optó por amputar con un serrucho la gangrena, llevándose un pedazo sano de la sociedad también. Nos recuperamos, sí; pero la sombra de esos tiempos no debe jamás ser olvidada. En ese entonces convivíamos en medio de una sociedad enferma, en la que se coexistía con los elementos psicópatas que se habían institucionalizado en ese cuerpo militar y policivo. Verdaderos torturadores, colectivamente malos y socialmente despiadados, conformaron parte de la vida de los panameños. Recuerdo que los antimotines portaban gruesas y pesadas mangueras con las que reprimían a los manifestantes, con el objetivo de dañar "sin dejar marca"; disparaban escopetas con cartuchos de caza de palomas (los famosos perdigones), que dejaban como colador a las personas; retenían a los manifestantes en mazmorras malolientes y, allí en esa nefasta cárcel Modelo, implementaban toda clase de torturas contra los llamados "sediciosos".
Hay recuentos dolorosos de personas que obligaban a tomar agua del mar, en vez de agua potable; otros que, como castigo, los hacían sumergir hasta el cuello en los tanques sépticos de la prisión…. En fin, la maldad era obediencia ciega y la obediencia ciega era maldad entre esos supuestos soldados, entrenados como perros para hacer el mal contra civiles.
La vida -y la muerte- nivelan las cosas. Esos torturadores, que los fueron por miles, hoy tienen en promedio unos 65 años de edad o tal vez un poco más. Caminan entre nosotros todavía, inocentes solo en apariencia y doblegados por los años y las canas. Muchos sufrirán, espero, del golpe de conciencia del dedo acusador que se cierne sobre ellos cada noche. Aquellos que no sienten ningún remordimiento, ya les tocará en los pocos años hacer su paz con el nivelador y redentor que nos espera a todos al final de este camino. Es importante saber que el nivel de daño que hicieron quedó grabado para siempre en los cuadernos de la historia y que, aunque ya han sido olvidados más que perdonados, nos toca a nosotros la tarea y la misión de recordar la sombra de lo que fueron y de lo que representaron para la nación. Muchas veces las personas optan por borrar de la genealogía de sus ancestros a esos antiguos familiares que no destacaron en otras cosas que no fuera delincuencia, crimen, vicios y licor. Muchos optan por cubrir el rostro de los cuadros familiares de los antepasados que no nos orgullece tener en la familia y de los cuales descendemos. Llegamos a la conclusión de Marc Twain, que estuvo interesado en conocer todo detalle de origen familiar, y hasta gastó en esa afición una fortuna, para después reconocer que gastó otra más cuantiosa a fin de borrar lo que encontró. La verdad es que es mejor reconocer y aprender de donde venimos como nación; aceptar lectura de esas páginas deplorables de la historia, para así saber también hacia dónde nos dirigimos. Afortunadamente, ya los actores de la maldad colectiva y esclavos de la obediencia ciega para torturar civiles, dejaron de ser autoridad. Hoy son meramente sombras que se arrastran con el peso de la edad, dependientes casi para todo de sus seres queridos -si es que tienen todavía alguno que los quiera- e inofensivos. Pero son como piezas de museo, como armas que se despliegan en un escaparate y que fueron instrumentos para hacer el mal un día.

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