Un primer ministro a la panameña
Publicado 2001/01/10 00:00:00
Una Asamblea Constituyente estaría justificada si la propuesta de un nuevo orden jurídico-político reivindica -como eje cardinal- la reforma del sistema de gobierno que ha imperado en el Panamá republicano. Ciertamente, la Carta Fundamental que debe esperarse de aquélla magna corporación es necesaria en función de los procesos contemporáneos de transición y consolidación democráticas. Sin embargo, no puede ocultarse que esa Asamblea Constituyente requiere consensos que se tornan difíciles en las actuales circunstancias políticas, económicas y sociales. Difíciles por cuanto la elaboración de una nueva Carta Magna es faena conciliatoria en la que deben participar, efectivamente y sin exclusiones, todos los actores políticos y sociales. Quizá por lo expuesto, y por otras razones coyunturales, una adecuación de la forma de gobierno presidencialista puede ser -a un mismo tiempo- ventajosa y factible. Esto es lo que sugiere Dieter Nohlen, un estudioso del Estado en América Latina. La reformulación del sistema político -asevera el autor citado- puede surgir de una iniciativa del Presidente de la República. ste puede -efectivamente- amparándose en las facultades que la propia Carta Política le otorga, emprender acciones institucionales dirigidas a democratizar -parlamentarizar, dice Nohlen- el sistema de gobierno. Desde luego que el carácter innovador de esas acciones tropezaría con resistencias de diverso origen, pues supone una ruptura con la cultura política autoritaria que, como regla general, prevalece entre los iberoamericanos. Empero, si bien son evidentes entre nosotros las tradiciones que refuerzan la concentración del poder decisorio en el Jefe del "rgano Ejecutivo, también es un hecho reiterado históricamente el desgaste acelerado que sufre la figura presidencial, situación a la que corresponde una inestabilidad política y socio-económica que puede llegar a trastornar la convivencia colectiva.
Pues bien, si el Presidente de la República está constitucionalmente facultado para nombrar a sus colaboradores inmediatos -los ministros de Estado-, y para crear nuevos ministerios y designar ministros sin cartera, ¿qué le impide al más alto dignatario nominar a un Ministro sin cartera -una suerte de primer ministro- para que asuma determinadas funciones que, jurídica y prácticamente, han estado concentradas en su persona?
Acercándonos un tanto a nuestro Derecho Público, advertimos que el artículo 178 de la Carta Política establece entre las "atribuciones que ejerce por sí solo el Presidente de la República", dos funciones cardinales, a saber: "1. Nombrar y separar libremente a los ministros de Estado" y "2. Coordinar la labor de la administración y los establecimientos públicos." Quizá sea jurídicamente viable que, en virtud de una delegación presidencial, se designe a un ministro sin cartera cuyas funciones básicas sean las que recaen, según cierta tipología, en un Jefe de Gobierno. Esos quehaceres pueden delinearse desde la coordinación del trabajo del Gabinete y la supervisión de la administración pública entera, hasta el ejercicio de cometidos específicos. De esta manera, la Presidenta de la República, manteniendo sus funciones como Jefe de Estado, resguardaría su investidura, con posibilidades de situarse -en determinadas circunstancias- por encima de las diferencias políticas y sociales.
El desencanto económico y social que reina en el presente invita -por cierto- al nombramiento de un ministro sin cartera que asuma -al menos- las tareas inherentes a la formulación clara y ejecución dinámica de la política económica. Debería tratarse de una persona que trasmita seguridad a los agentes económicos nacionales y foráneos, y que restablezca -en fin- la confianza en un pronto recobro de la economía. Para ello sería menester un cambio ministerial que, aunque corresponde jurídicamente a la Primera Mandataria, nada impide que ésta proceda -habida cuenta de los supuestos aquí desarrollados- de consuno con el Ministro sin cartera escogido. La mutación del Gabinete apuntaría -así- esencialmente a los ministerios y entidades autónomas que tengan mayor incidencia en el desenvolvimiento económico, enfatizando en las instituciones responsables de la inversión pública generadora de empleos (red vial, por ejemplo) y la concreción de los llamados megaproyectos (centro de transporte multimodal y otros).
Sin embargo, todo esto no sería realizable sin complicados y complejos -pero no imposibles- reajustes tanto en el Partido Arnulfista como en la alianza partidaria gubernamental. Y ello, porque la circunstancia trastocaría intereses personales y de conciliábulos, incluyendo algunas expectativas que ya han empezado a gestarse, si pensamos en la sucesión presidencial del 2004.
En suma: si la Presidenta de la República y sus colaboradores políticos inmediatos juzgan en su entera dimensión los problemas que atraviesa la sociedad panameña y la responsabilidad concomitante que recae sobre sus hombros; si prevalece entre ellos una mentalidad flexible e innovadora, y si tienen conciencia en torno a los retos de la consolidación democrática, quizá una iniciativa delegatoria del "rgano Ejecutivo pueda tener éxito. Es posible, pues, que no sea vano un esfuerzo reflexivo -como este que propongo- para ensayar respuestas orientadas a la erradicación del malestar social imperante.
Pues bien, si el Presidente de la República está constitucionalmente facultado para nombrar a sus colaboradores inmediatos -los ministros de Estado-, y para crear nuevos ministerios y designar ministros sin cartera, ¿qué le impide al más alto dignatario nominar a un Ministro sin cartera -una suerte de primer ministro- para que asuma determinadas funciones que, jurídica y prácticamente, han estado concentradas en su persona?
Acercándonos un tanto a nuestro Derecho Público, advertimos que el artículo 178 de la Carta Política establece entre las "atribuciones que ejerce por sí solo el Presidente de la República", dos funciones cardinales, a saber: "1. Nombrar y separar libremente a los ministros de Estado" y "2. Coordinar la labor de la administración y los establecimientos públicos." Quizá sea jurídicamente viable que, en virtud de una delegación presidencial, se designe a un ministro sin cartera cuyas funciones básicas sean las que recaen, según cierta tipología, en un Jefe de Gobierno. Esos quehaceres pueden delinearse desde la coordinación del trabajo del Gabinete y la supervisión de la administración pública entera, hasta el ejercicio de cometidos específicos. De esta manera, la Presidenta de la República, manteniendo sus funciones como Jefe de Estado, resguardaría su investidura, con posibilidades de situarse -en determinadas circunstancias- por encima de las diferencias políticas y sociales.
El desencanto económico y social que reina en el presente invita -por cierto- al nombramiento de un ministro sin cartera que asuma -al menos- las tareas inherentes a la formulación clara y ejecución dinámica de la política económica. Debería tratarse de una persona que trasmita seguridad a los agentes económicos nacionales y foráneos, y que restablezca -en fin- la confianza en un pronto recobro de la economía. Para ello sería menester un cambio ministerial que, aunque corresponde jurídicamente a la Primera Mandataria, nada impide que ésta proceda -habida cuenta de los supuestos aquí desarrollados- de consuno con el Ministro sin cartera escogido. La mutación del Gabinete apuntaría -así- esencialmente a los ministerios y entidades autónomas que tengan mayor incidencia en el desenvolvimiento económico, enfatizando en las instituciones responsables de la inversión pública generadora de empleos (red vial, por ejemplo) y la concreción de los llamados megaproyectos (centro de transporte multimodal y otros).
Sin embargo, todo esto no sería realizable sin complicados y complejos -pero no imposibles- reajustes tanto en el Partido Arnulfista como en la alianza partidaria gubernamental. Y ello, porque la circunstancia trastocaría intereses personales y de conciliábulos, incluyendo algunas expectativas que ya han empezado a gestarse, si pensamos en la sucesión presidencial del 2004.
En suma: si la Presidenta de la República y sus colaboradores políticos inmediatos juzgan en su entera dimensión los problemas que atraviesa la sociedad panameña y la responsabilidad concomitante que recae sobre sus hombros; si prevalece entre ellos una mentalidad flexible e innovadora, y si tienen conciencia en torno a los retos de la consolidación democrática, quizá una iniciativa delegatoria del "rgano Ejecutivo pueda tener éxito. Es posible, pues, que no sea vano un esfuerzo reflexivo -como este que propongo- para ensayar respuestas orientadas a la erradicación del malestar social imperante.

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