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Antes y después<br> de la pastilla

Publicado 2011/03/12 22:53:23
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El momento en que el libro más se aproxima a una Historia Cultural y se aleja de la mera difusión de la historia de la medicina, es el capítulo titulado “La vara de medir”.

Es este un libro que promete muchas cosas desde el título y la tapa: Una historia cultural del Pene. Y bajo este rótulo, cuyo sustantivo “pene” está escrito con “p” mayúscula (una pe tan voluminosa que casi parece un vientre preñado), se divisa una reproducción de una pintura renacentista de la Galería degli Uffizi, de Florencia. El cuadro, a todo color, muestra un gentiluomosentado de piernas abiertas, con calzas de seda rojas y sayo, el cual, en su abertura delantera, deja entrever el glande de un voluminoso pene mimetizado en el rojo de la seda.

Se podría esperar que el autor de una historia cultural de tal componente clave de la sexualidad humana fuese un antropólogo, o un historiador. Pero en los créditos del autor no aparecen estudios universitarios. En cambio, consta su trayectoria periodística en revistas tales como Esquire, Rolling Stone, Vogue. Este oficio se revela en el libro en tanto su lectura se vuelve ágil y amena. Pero una historia cultural no puede basarse en mera amenidad. David M. Friedman ha revisado artículos y libros, con largas miradas sobre la historia de la medicina.

Brujas y genios.
Los primeros capítulos del libro incursionan en los antepasados lejanos: qué fue el pene para los griegos, para los egipcios, para los romanos, para los asirios, para los judíos. Es una didáctica síntesis de mitos y rituales que los libros de Historia y de reflexión sobre las distintas religiones se han encargado desde hace tiempo de poner al alcance de los seres humanos contemporáneos.

De todas formas, nunca deja de sorprender el costo humano de la aplicación de estos mitos. Friedman comienza su volumen con la historia de una mujer alemana que a fines de la Edad Media fue acusada de haber fornicado con el demonio. Las mujeres, bajo tortura, “confesaban” que el pene del diablo era un cetro negro y gigantesco, y por haberlo tenido en sus entrañas, los verdugos les arrancaban los senos con tenazas y ellas eran quemadas vivas frente a una multitud encantada de ver morir una bruja.

Puntos para destacar del libro se hallan en los pasajes en que Friedman recuerda por ejemplo a Leonardo da Vinci, sus obsesiones y sus búsquedas creativas, su vigoroso interés en el pene y en el misterio de su funcionamiento y su capacidad de erección. Los diarios de Leonardo están llenos de notas y de viñetas al respecto. Otro punto alto es la semblanza del holandés Anthony van Leeuwenhoek, que inventó un microscopio que permitió ver por primera vez al ojo humano los movedizos y multitudinarios espermatozoides.

Perseguidos.
Pero el momento en que el libro más se aproxima a una Historia Cultural y se aleja de la mera difusión de la historia de la medicina, es el capítulo titulado “La vara de medir”. Este término hace alusión a una constante y siniestra obsesión de los hombres caucásicos: el tamaño del pene. En un mundo eurocentrista —y falocentrista— las víctimas de tal prejuicio fueron nada menos que los hombres negros. Los africanos no solo debieron padecer la tortura, el exterminio y la esclavitud: las mujeres negras podían ser largamente violadas por los hombres blancos, pero los hombres negros fueron acosados por los europeos y americanos blancos que insistían en el gran tamaño del miembro sexual de los africanos como algo abominable, subhumano. De ahí al biologicismo y al racismo, un paso. El pene negro (supuestamente más grande que su par blanco, aunque nunca una estadística seria parece haberlo demostrado) se asoció al pene del mono, del gorila, del chimpancé. Fue un elemento sustancial para que el discurso racista con pretensiones científicas colocara a los negros en un escalón inferior a los “humanos blancos” y cerca de los simios.

Esto podría inducir a risa, si los señores científicos caucásicos no hubieran coleccionado en sus laboratorios penes negros en formol, y si durante el siglo XIX y parte del XX hordas retrógradas en el sur de Estados Unidos no se hubiesen abocado a castrar, ahorcar y linchar a miles de hombres negros acusados de haber intentado “poseer” una mujer blanca. En este sentido, en 1915, el gran cine norteamericano inicia sus éxitos con una película cuyo rimbombante título El nacimiento de una naciónpone en pantalla gigante y ante público numeroso el más despreciable racismo que casi un siglo después parece haber mermado, al menos en las urnas democráticas. El gran símbolo de la actitud del hombre blanco frente al hombre negro lo constituye una de las más famosas fotografías del aplaudido Robert Mapplethorpe, que muestra un afrodescendiente vestido en traje y chaleco, con un gran pene asomándose por la bragueta: eso sí, el fotógrafo ha preferido no incluir la cabeza del modelo, como si su cerebro no tuviera importancia.

El “Otro” gran perseguido ha sido el pueblo judío que, al practicar la circuncisión (al igual que varios pueblos de África y hasta de Australia), a los occidentales les recordaba perturbadoramente la naturaleza sexual de ese órgano. Dado que para los no judíos la visión del glande se asociaba exclusivamente con la erección, la excitación y el tan condenado placer, los judíos fueron víctimas de un antisemitismo que insistía en culparlos, por ejemplo, de la transmisión de la sífilis a partir de la circuncisión. Los hombres cristianos y racistas (adjetivos paradójicos, si los hay), nuevamente, se aterrorizaron de que sus mujeres pudieran ser penetradas por ese pene circunciso que tanto rechazo les inspiraba.

Del psicoanálisis al Viagra.
Un capítulo entero del libro se aboca, por supuesto, a Freud, a quien se llama “el hombre del habano”. Pero aquí Friedman no es más que un mero difusor que puede ser utilizado por estudiantes que deben rendir examen en un liceo. Una historia cultural debería ser más profunda a la hora de establecer cuestionamientos de alguien que ha sido endiosado y también muy rebatido. En esto último, Friedman es escueto: apenas incluye alguna alusión a la sanidad de la adolescente Dora —víctima de una inexplicable tos—, que decidió abandonar la consulta de ese señor entrado en edad que la acostaba en un diván, le depositaba la mano en la frente y le escarbaba en sus sentimientos hacia la sexualidad, siendo ella una chica que había sido abusada por un adulto pedófilo.

Más allá de esto, el gran resbalón del libro se produce al final. Allí se advierte la caída en el total estereotipo, la falta de capacidad crítica y el dinero que se maneja detrás del trabajo que Friedman hace. “El globo a prueba de pinchazos” es el título de un capítulo que termina siendo un gran elogio del Viagra. Como si por fin el ser humano hubiese resuelto toda la gran cuestión de la sexualidad. El libro concluye con la idea de que un pene firmemente erecto es la prueba de la felicidad humana. Friedman comenzó a escribir en los 90 sobre lo que él llama “la industria de la erección”, en Esquire, para los lectores que en la actualidad consumen Viagra. Ese es el espermatozoide del libro, quien da su genética. Lo cultural, lo social, lo afectivo, lo ideológico, fueron solo el complemento a este último capítulo. Y el mismo periodista Friedman, el que intentó mostrarse humano y profundo ante la relación entre el pene y el racismo, el pene y la masturbación, el pene y la violación, olvida por completo a la hembra humana y se aboca a una orgía de términos farmacológicos y citas de urólogos: el Viagra es el gran invento porque el hombre es pura biología.

El poeta Julio Inverso decía satíricamente de uno de sus amigos: “Es un pene y un cerebro, no tiene corazón”. Pues este parece ser el ideal masculino de David Friedman, quien cae en el más elemental mecanicismo, luego de haber criticado a tanto científico pretencioso.

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