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El infierno inconcluso
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Aunque sea casi un desconocido para las nuevas generaciones, Henri-Georges Clouzot (1907-1977) fue uno de los abanderados del cine francés de posguerra, debido a un indudable dominio técnico del diálogo, el encuadre, el ritmo y la ambientación.Ese dominio se impuso a una cosmovisión amarga y cínica del mundo, la sociedad y las relaciones humanas, y le granjeó un prestigio que, en los años 50, trascendió fronteras.Con El salario del miedo(1953) y Las diabólicas(1955), Clouzot afirmó una reputación de narrador implacable y conciso de materiales que se movían entre el suspenso y el sadismo, como ecos distorsionados de su época.El mote de “Hitchcock francés” que se ganó por entonces tenía su fundamento en la similitud que había entre ambos cineastas en la manipulación emocional del espectador, en la detallada planificación de la puesta en escena y en el tratamiento inclemente, a veces brutal, que dispensaban a los actores.Mientras en Hitchcock hay una elaboración irónica de los arquetipos y una inversión de las expectativas del orden burgués, en Clouzot acecha una misantropía desprovista de humor, que se nutre de un realismo contrastado, no por sórdido menos sensual.En ese sentido, Clouzot fue un heredero de la literatura realista del siglo XIX (Dickens, Balzac), tamizada por una fuerte dosis de nihilismo nietzscheano y por otro tanto de expresionismo alemán, corriente que absorbió durante su estadía en los estudios Babelsberg, a principios de los años 30.A fines de 1960 falleció su esposa y colaboradora, Vera, y el hombre duro se quebró en una depresión.Emergió de ella con un proyecto que revolucionaría el cine, le daría una lección a los jóvenes incordios de la Nouvelle Vague y restauraría su castigado prestigio.Se trataba de una historia sobre los celos que corroen a una pareja en vacaciones, protagonizada por Romy Schneider y Serge Reggiani, y se llamaría L’Enfer(El Infierno).PERDIDO EN EL SET.Con el apoyo ilimitado de un estudio de Hollywood (Columbia), durante varios meses de 1964 Clouzot y su equipo estuvieron haciendo pruebas de cámara y efectos ópticos con película color, para lo que en el film sería la representación alucinatoria de los celos.El resto se rodaría en blanco y negro.En julio, un populoso equipo de rodaje (que incluía a tres directores de fotografía con sus respectivos asistentes) se trasladó a un balneario al sur de Francia.El hotel elegido como locación principal se encontraba junto a un lago que, una vez terminado el rodaje, sería convertido en una represa hidroeléctrica.Había que ajustar la agenda.Entonces ocurrió lo inesperado.El planificador puntilloso, el ogro de los rodajes, el trabajador compulsivo, comenzó a mostrarse inseguro y balbuceante.Improvisaba escenas que reescribía durante su insomnio, hacía repetir infinitas tomas de un mismo plano, obligaba a Reggiani a correr ante las cámaras durante interminables jornadas.La relación entre el actor y el director se tornó cada vez más tensa, hasta que un día Reggiani desapareció del rodaje, aduciendo una fiebre infecciosa, y no volvió más.El director siguió filmando con los demás actores, pero al cabo de unos días sufrió un ataque cardíaco y debió ser hospitalizado.Un rodaje planificado para 18 semanas se suspendió a la tercera.Casi medio siglo después de aquel infortunio, el curador y especialista Serge Bromberg—responsable de la restauración de L’Atalante y Sombras del Paraíso(Les enfants du paradis), entre otros clásicos— logró completar un documental que aporta un completo relevo de los hechos.En L’Enfer d’Henri-Georges Clouzot (2009), Bromberg cuenta con testimonios de los involucrados directos en el malogrado rodaje, como el director Costa-Gavras (que se desempeñaba como asistente de dirección), el eminente director de fotografía William Lubtchansky (recientemente fallecido), y la actriz Catherine Allégret, que debutaba ante las cámaras.Sin embargo, el punto alto del film y su verdadera razón de ser están en la revelación de las imágenes filmadas por Clouzot, tanto en las pruebas a color como en las que llegaron a rodarse del guión.Para obtener ese material, contenido en 185 latas de negativo, Bromberg debió superar varios obstáculos.El primero era legal (propiedad intelectual, seguros, contratos de los actores), para lo cual el investigador contó con el asesoramiento de la abogada Ruxandra Medrea, especialista en derechos de autor, que terminó como socia y co-directora del documental.El segundo era técnico (revelado y restauración de un material que había estado almacenado durante más de cuatro décadas), que fue subsanado fácilmente por ser parte de su oficio.El tercero, que a la postre resultó el más arduo, fue afectivo, e involucraba a la segunda esposa y viuda de Clouzot, Inés de Gonzáles.EL COLOR DE LOS CELOS.Bromberg había conseguido que Mme.Clouzot, de 85 años, lo recibiera en su apartamento, aunque sólo para que ésta le repitiera lo que ya le había dicho por teléfono: que desde la muerte de sumarido, 30 años atrás, recibía al menos diez propuestas cada año para reflotar el proyecto y ninguna había prosperado, de modo que tampoco creía en él y no le entregaría las latas.Luego de una hora de esa rutina, sin avanzar un milímetro, Bromberg se dejó acompañar por la mujer hasta la planta baja.“Así que allí estaba yo en el ascensor, tratando de pedirle gentilmente que lo reconsiderara, que lo pensara… cualquier cosa”, contó más adelante Bromberg en una entrevista (para la revista CinemaScope).“Ycréanlo o no, el ascensor se detuvo entre dos pisos y la luz se fue.Por tres horas me quedé atascado en el ascensor con Mme.Clouzot.¿Un mensaje divino o sólo un problema mecánico? Cuando nos rescataron de ese ascensor muy, muy pequeño, ella dijo: ‘Escuche, ocurrió algo especial.Creo que puedo confiar en Ud.’ Y así comenzó todo.Sin ese ascensor, probablemente no hubiera habido film”.El documental saca buen partido de los tests originales, cuyo montaje resulta una inevitable interpretación de los resultados buscados por Clouzot, y los intercala con los planos de la película propiamente dicha, más convencionales e inexpresivos, salvo por la belleza incandescente de Romy Schneider (26 años).Para llenar el vacío de lo que no llegó a rodarse, la película realiza una dramatización despojada con actores actuales, que leen o actúan los diálogos del guión, completando así la restauración parcial de un film inconcluso y auténticamente “maldito”.