Historias panameñas: los Diablos Rojos son espejos
- Carlos Wynter
La historia de Blanca Nieves incluye a una bruja malvada que pregunta a un espejo parlante, una y otra vez, quién es la más bella. El reflejo del azogue responde, siempre, sin dudar, que la más bella es otra: Blanca Nieves. Y la bruja monta en cólera. Este pasaje es un símbolo rotundo de lo difícil que es vernos tal cual y sin escape posible.
Los artefactos culturales representan quiénes somos, nos guste o no. Y por más que añoremos una respuesta halagadora de su espejo, este seguirá diciendo la verdad y nada más que la verdad. ¿Es o no es? (permítanme este callejero panameñismo solo esta vez: no tengo otro modo de introducir temas panameños, que comportándome como el más común de los panameños).
Por eso me permití usar la canción Pedro Navaja y otras muchas de Rubén Blades en las glosas precedentes. Y por eso me atrevo hoy a defender las líneas torcidas con que escriben su historia los Diablos Rojos.
No es que vaya a defender a los mismísimos Diablos Rojos, a esas máquinas mortales que ya suficientes muertos han dejado a su paso, y estrés en nuestro sistema nervioso. Esa no es la idea. Lo que quiero es mirarme – mirarnos – en su espejo, así sea para que nos diga que no somos, para nada, los más lindos.
¿Ya ven que las historias están en todas partes? Lo que deberíamos, entonces, es leer y releer, estar atentos a los relatos de la vida. Entremos en materia y tomemos a este toro por los cachos o, más bien, por la carrocería.
No queramos tapar el sol con un dedo: los Diablos Rojos son una manifestación de quiénes somos y no un vestido que podamos cambiar por otro de seda, así porque sí y sin que la mona lo afee. Digámoslo de una vez y en tono lapidario: los rasgos exteriores de nuestra ciudad, son un reflejo de creencias y valores compartidos por sus habitantes. ¿Es posible negar esto?
Así, somos la ternura de una pintura mal hecha, esa que retrata a un niño sonriente y quizás con collar de oro, tal vez con la zapatilla puesta sobre una pelota de fútbol, el orgullo de su padre, seguramente, el chofer o el dueño del folklórico bus, quien inclusive hizo grabar el nombre del infante al pie del retrato, un apelativo como junior o Miguelito.
Mirándonos en ese espejo, somos bellos, bellísimos, y nos descubrimos como gente que se enorgullece de sus hijos y desea para ellos lo mejor y se zurra todos los días en la calle con tal de vestirlos con ropa fina y darles lo que entendemos como futuro promisorio. ¿Es cierto o no es cierto?
Sin embargo, también tenemos un lado sombrío, al cual nos asomaremos en la siguiente glosa, cuando nos miremos otra vez en el mofle reflejante de los Diablos Rojos.
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