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El camino hacia la corrupción de la Democracia

La idea de la mayoría es que las democracias caen en golpes de Estado y revoluciones, con el uso de la fuerza. Sin embargo, en nuestros días cada vez es más común que mueran poco a poco por asfixia y, en teoría, por el bien del pueblo.

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El recelo carcome las democracias occidentales (AP Photo/Carolyn Kaster)

La idea de la mayoría es que las democracias caen en golpes de Estado y revoluciones, con el uso de la fuerza. Sin embargo, en nuestros días cada vez es más común que mueran poco a poco por asfixia y, en teoría, por el bien del pueblo.

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Un ejemplo claro de esta transformación es Hungría, donde el partido gobernante, Fidesz, ha aprovechado su mayoría parlamentaria para someter a los reguladores, dominar a las empresas, controlar los tribunales, comprar a los medios y manipular las normas electorales. El primer ministro, Viktor Orbán, no tiene ninguna necesidad de contravenir la ley; solo hace que el Parlamento la cambie, y listo. Tampoco necesita una policía secreta que haga desaparecer a sus enemigos en medio de la noche. Puede ponerlos en su lugar sin violencia, con solo una llamada a la prensa o las autoridades fiscales. Aunque Hungría es, en apariencia, una perfecta democracia, en realidad es un Estado unipartidista.

Las fuerzas que operan en Hungría ya tienen envueltos entre sus tentáculos a otros sistemas de gobierno del siglo XXI. Las democracias jóvenes como Polonia, donde el partido Ley y Justicia se ha propuesto hacer lo mismo que Fidesz, no son las únicas en caer presa de estas fuerzas. Ni siquiera las democracias más antiguas, como el Reino Unido y Estados Unidos, se han librado de su influencia. Si bien estos sistemas de larga tradición corren menos peligro de llegar al extremo de tener un solo partido, ya muestran señales de deterioro. Por desgracia, si permitimos que la podredumbre se comience a asentar, será muy difícil deshacerse de ella.

La principal causa del deterioro de la democracia en Hungría es el recelo. En 2006, el dirigente de un gobierno socialista al que el pueblo consideraba corrupto admitió que le había mentido al electorado. Los ciudadanos aprendieron la lección y, a partir de entonces, piensan lo peor de sus políticos. Orbán ha sabido explotar esta tendencia. En vez de apelar a la conciencia moral de sus compatriotas, se ha dedicado a sembrar división, fomentar el resentimiento y alimentar los prejuicios, en especial en el tema de la inmigración. Se trata de un teatro político diseñado para crear una distracción y ocultar su verdadero propósito: manipular con astucia normas e instituciones no muy conocidas para garantizar su permanencia en el poder.

Desde hace una década, aunque a menor escala, la misma trama se ha ido desenvolviendo en otras regiones. La crisis financiera convenció a los electores de que sus gobernantes pertenecían a élites ricas, incompetentes y egoístas. Mientras que Wall Street y la ciudad de Londres recibieron los beneficios del rescate, la gente común y corriente perdió trabajo, casa e incluso hijos e hijas en los campos de batalla de Irak y Afganistán. En el Reino Unido estalló un escándalo por los gastos de los miembros del Parlamento. Estados Unidos se ahogó bajo el peso del cabildeo responsable de atraer fondos corporativos al mundo de la política.

En una encuesta realizada el año pasado por el Centro de Investigaciones Pew con electores de ocho países de Europa y Norteamérica, más de la mitad afirmaron no estar satisfechos con la forma en que funciona la democracia. Casi el 70 por ciento de los estadounidenses y los franceses dicen que sus políticos son corruptos.

Los populistas han aprovechado esta enorme animadversión. Promueven el desdén hacia las élites (aunque ellos también son ricos y poderosos) y se nutren del enojo y la división, pues donde estos abundan, están en su elemento. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump no dudó en decirles a cuatro congresistas progresistas que regresaran “a los países corruptos e infestados de crímenes de los que vinieron”. En Israel, el primer ministro Benjamín Netanyahu, que conoce al derecho y al revés los tejes y manejes del gobierno, describió las investigaciones oficiales sobre sus supuestas acciones corruptas como parte de una conspiración de la clase dirigente para atacar su liderazgo. En el Reino Unido, en vista de la falta de respaldo de los miembros del Parlamento para proceder con el brexit sin acuerdo, el primer ministro Boris Johnson causó revuelo entre sus oponentes cuando decidió manipular los procedimientos y suspender las sesiones del Parlamento durante cinco semanas cruciales.

Y ustedes se preguntarán qué daño puede causar un poco de recelo. Después de todo, la política siempre se ha movido en aguas turbias. Los ciudadanos de las democracias más vibrantes aplican una dosis sana de insolencia en el trato a sus gobernantes.

El problema es que un recelo exagerado socava la legitimidad del gobierno. En solidaridad con el desdén de sus votantes hacia Washington, Trump trata a sus opositores como tontos o, si se atreven a defender su postura y ser fieles a sus principios, los califica de mentirosos e hipócritas. Es una estrategia cada vez más común también en la izquierda. En el Reino Unido, ambos bandos en la controversia del brexit se lanzan recíprocamente acusaciones denigrantes y se califican de deshonestos, actitud que llega al extremo de considerar cualquier concesión a favor del enemigo un acto de traición. Matteo Salvini, líder del partido italiano Liga Norte, en respuesta a las quejas sobre inmigración, redujo el número de espacios disponibles en los albergues, a sabiendas de que dejar a los inmigrantes en la calle provocaría mayor descontento. Aunque Orbán cuenta con menos de la mitad de los votos, tiene en sus manos todo el poder, y actúa en consecuencia. Hace todo lo posible para que sus opositores no tengan la menor injerencia en la democracia, y así los provoca a expresar su enojo mediante acciones nada democráticas.

Los políticos recelosos denigran las instituciones y acaban por destruirlas. En Estados Unidos, el sistema permite que una minoría del electorado tenga el poder. En el Senado, lo mismo ocurre por diseño; sin embargo, en el caso de la Cámara de Representantes, se propicia mediante prácticas rutinarias de manipulación de las circunscripciones electorales y supresión de votos. A medida que los tribunales se politizan, la designación de jueces genera más oposición. En el Reino Unido, las artimañas de Johnson para manipular al Parlamento causarán daños permanentes a la Constitución. En este momento se prepara para presentar las siguientes elecciones como una batalla entre el Parlamento y la ciudadanía.

La política solía comportarse como un péndulo. Cuando la derecha daba un paso en falso, a la izquierda le llegaba su oportunidad; más adelante, la derecha volvía al poder. Ahora, el comportamiento de la política es más incierto. El recelo acaba con la democracia. Los partidos comienzan a fracturarse y sus miembros se desplazan hacia los extremos. Los populistas convencen a los electores de que el sistema no funciona y así lo socavan más. En este círculo vicioso, todo va de mal en peor.

Por fortuna, se necesitan muchos desatinos para arruinar una democracia. Ni Londres ni Washington están en peligro de convertirse en Budapest. En estas democracias, el poder es más difuso y las instituciones tienen más historia a cuestas que otras recién creadas en un país de diez millones de habitantes, así que es más difícil destruirlas. Sobre todo, las democracias son capaces de renovarse. La política estadounidense estuvo a punto de derrumbarse en la era de la organización Weather Underground y Watergate, pero, a pesar de todo, recobró la salud en los años ochenta.

Acabemos con el síndrome de Diógenes

Para combatir el recelo, es necesario que los políticos se olviden de esa actitud de indignación y, en su lugar, adopten una de esperanza. El caudillo turco Recep Tayyip Erdogan sufrió una derrota trascendental en la contienda por la alcaldía de Estambul ante una campaña plena de optimismo encabezada por Ekrem Imamoglu. Quienes se oponen a los populistas, independientemente de su afiliación, deberían unirse para apoyar a figuras que defienden el valor de las normas, como Zuzana Caputová, la nueva presidenta de Eslovaquia. En Rumania, Moldavia y la República Checa, los electores se han alzado en contra de los dirigentes que habían seguido el ejemplo de Orbán.

La valentía de los jóvenes que han salido a las calles de Hong Kong y Moscú a protestar demuestra que no se ha perdido algo que muchos parecen haber olvidado en Occidente: la convicción de que la democracia es valiosa, y que quienes han tenido la fortuna de heredarla deben luchar para protegerla.

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