Opinión
El cuño irlandés en el mundo
- Jaime Figueroa Navarro
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Durante mi memorable visita el mes pasado a Dublín, capital de Irlanda y Cork, su segunda ciudad, permanecí embebido por su folclore y su calidez humana.

Esponja húmeda, floreciendo a la docena de años, el hado me trasladó a una escuela preparatoria católica, internado en Nueva Inglaterra. Brusco cambio desde Bella Vista y los veranos selváticos de Chepo, donde la única comunicación con la capital era la telegrafía, intimando el Mamoni, armónico arraigo de verdor y oxigenada frondosidad, hacia Worcester, feudo industrial y segunda ciudad de Massachusetts, rezagada solo por Boston en pleno corazón del Commonwealth.
Relevante metamorfosis que apremió un cambio no solo de lengua, sino también de cultura, trato y apego hacia mis nuevos compinches. La inmigración católica hacia la región se halló vigorosamente marcada por irlandeses, italianos y franceses. Los primeros arribaron a mediados del siglo XIX, resultado del An Drochshaul, la Gran Hambruna, donde fallecieron más de un millón de personas e igual número emigró, siendo la causa inmediata la enfermedad de la patata, tubérculo básico de la dieta europea que arrasó al viejo continente durante la década de 1840.
Laboriosos, ingeniosos y pícaros, los bisoños inmigrantes pasmaron su acentuado sello en Nueva Inglaterra, siendo los más célebres la familia Kennedy, populares políticos liberales que valieron su huella en el quehacer norteño de la segunda mitad del siglo pasado. En aquella época, tal cual ahora los Celtics de Boston reinaban el universo del baloncesto profesional. Adoptaron la rúbrica Celtas (Celtics) de los curtidos habitantes de Irlanda remontados al siglo VIII a.C. El nutrido grupo de sus descendientes, condiscípulos de adolescencia, forjaron mi curiosidad por conocer, intimar con aquello que amalgama sus genes.
Durante mi memorable visita el mes pasado a Dublín, capital de Irlanda y Cork, su segunda ciudad, afamada por sus piedras con propiedades mágicas, permanecí embebido por su folclore, su calidez humana y los bastiones de su culto, resaltando entre otros, la majestuosa gótica Catedral de San Patricio, que data de 1191, donde Jonathan Swift, autor de "Los Viajes de Gulliver", fue decano; Trinity College, la erudita universidad más antigua de Dublín, fundada en 1592, hermanada con sus homólogas universidades británicas de Oxford y Cambridge; su afamada cerveza negra Guinness, establecida en 1759 y su mitología, caracterizada por duendes de los bosques, siendo los más destacados, los Leprechauns, que suelen adoptar las formas de hombres viejos que disfrutan realizando travesuras, custodios de calderos de barro llenos de tesoros. Según la leyenda, de fijar la mirada sobre uno de ellos, no puede escapar. Al momento de retirar la mirada, desaparece.
Por curiosidad, de la totalidad de las visitas dentro del periplo europeo durante nuestra travesía a lo largo de 15 países del viejo continente, nuestro desembarque en los puertos irlandeses de Dublín y Cork fueron los únicos con anclado fuera de las costas y sus muelles, obligando nuestro trasiego a tierra firme a bordo de lanchas auxiliares, tal vez rogando no ser topados por alguna Oillipheist, dragónica serpiente marina de la mitología irlandesa.
Se creía que estos monstruos vivían en muchos lagos y ríos de Irlanda y existen muchas leyendas de santos y héroes luchando contra ellos. La leyenda narra que un oillipheist se tragó a un flautista borracho de nombre O'Rourke. El flautista al no estar al tanto de su predicamento continúa su música dentro del estómago de la serpiente, quien, estando tan perturbada, le escupe. La narrativa sirvió de base para inspirar la narrativa del Monstruo de Loch Ness. ¡Top o the mornin to ya!
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