Análisis
El gallo matador
- Silvio Guerra Morales
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Al poco tiempo, luego de haber pasado unos meses, aquel pollito fino se convirtió en un gallo muy galano. Andaba con aires de grandeza, se paseaba por el patio trasero de la casa con garbo y elegancia dejando, de vez en cuando, escuchar su cantar nítido y placentero. Mi papá se enorgullecía y hasta sonreía al verlo y solamente se limitaba a decir: "Ahí está el futuro campeón de la gallera de los Arcontes". Así se llamaba la gallera cuyo local se encontraba contiguo a una vieja pista de baile que quedaba entrando a La Chorrera, en la vía principal..
Vimos llegar a mi padre y a mis hermanos mayores con caras de tristeza y hasta de amargura, en algunos momentos mostraban rostros de una decepción total que, sin duda alguna, les agobiaba el espíritu. Casi no hablaban, pero mi madre salió al paso y preguntó: "¿Qué pasó con el gallo'?", a lo que el viejo contestó: "De un espuelazo el otro gallo lo mató. Perdimos el gallo, Esther, se la enterró por el pescuezo y ahí sí que no había escapatoria". Corrían los años a inicios de los 70, allá en el viejo Barrio de Matuna, en La Chorrera, escenario de mi infancia grata, engrandecida por las penurias que nos tocó vivir con decencia y honradez y que en alguna ocasión, inspirado en esos recuerdos, escribí un artículo que intitulé "Millonarios en la pobreza". Recuerdo que se apareció Niño, mi hermano, con un polluelo, el cual, entregándolo a mi papá, le advirtió: "Cuídelo y críelo que este es hijo del mejor gallo fino de Concepción, Bugaba; ningún gallo le ha ganado a ese campeón y cuando esté en tamaño de ponerlo a pelear, lo echamos a la candelada". Mi padre, en medio de nuestra pobreza, tomó aquello como una promesa y expectativa de ganar dinero. Su entusiasmo y júbilo no los pudo ocultar.
Al poco tiempo, luego de haber pasado unos meses, aquel pollito fino se convirtió en un gallo muy galano. Andaba con aires de grandeza, se paseaba por el patio trasero de la casa con garbo y elegancia dejando, de vez en cuando, escuchar su cantar nítido y placentero. Mi papá se enorgullecía y hasta sonreía al verlo y solamente se limitaba a decir: "Ahí está el futuro campeón de la gallera de los Arcontes". Así se llamaba la gallera cuyo local se encontraba contiguo a una vieja pista de baile que quedaba entrando a La Chorrera, en la vía principal y cuya única competencia era La Espiga Interiorana, localizada en el otro extremo de la ciudad. Siempre había pelea de gallos en esa gallera. Concurría mucha gente y, a veces, hasta nosotros mismos cuyas miradas de párvulos curiosos e inquietos, nos dábamos una escapada, a hurtadillas de la vista de nuestros progenitores, pues íbamos a espiar lo que sucedía. Otras veces decíamos que iríamos a lustrar zapatos a la gallera, cuestión que aprovechábamos para disfrutar esas crueles y sangrientas peleas de gallos finos. Cruzaba mucho dinero entre las manos de los concurrentes que apostaban a uno u otro gallo. Pude allí advertir cómo se ponen las espuelas a los gallos, las cintas adhesivas que se usan para asirlas a las patas del animal. Pero también recuerdo el delicado cuidado que mi padre dispensaba al gallo, futuro prospecto de campeón, mañana y tarde.
Encerrado en una improvisada jaula de alambre de gallina, el galán y juvenil gallo tuvo que pasar el resto de sus días. No era sino como a 7:00 a.m. y 3:00 p.m., de cada día, que lo sacaban para que hiciera sus ejercicios, cosa esta que mi padre, como proyecto de entrenador, lo asistía con destreza singular. Sospecho que mi papá en su juventud fue gallero o fanático de las peleas de gallos. Lo veía pasarse el animal de una mano a otra poniendo al gallo fino, como a una distancia de medio metro entre sus brazos, a caminar o a correr. Mínimo eso se tomaba de unos 15 a 30 minutos. El gallo era bien alimentado. Que si su agua al día, su huevo cocido al cual se le extraía la yema y eso era lo que comía. Que si los masajes en las patas y en los muslos. El giro de su cabeza y el pescuezo. Luego aventarlo, como a medio metro de altura, para ver así sus habilidades de salto y caída, en fin. En algunas ocasiones era hasta provocado a pelear amagándolo con las manos y dándole pequeños golpecitos en la cabeza.
Pronto llegó el día que el gallo sería llevado a calzarse sus espuelas con otro. No sé cómo se hizo, pero entre vecinos la recolecta para la apuesta alcanzó los 50 dólares. "Mucha plata", decían los curiosos del barrio.
Mi madre y los pequeños esperábamos ansiosos en medio de aquella calurosa tarde de un sábado de mayo. Todos queríamos saber qué tan bueno y peleador era nuestro gallo. Como a las 5:00 p.m. divisamos venir al viejo con los hermanos mayores. Rostros de alegrías y satisfacción: "¡Ese es mucho gallo, Esther!", dijo sonriendo Venero, mi viejo, "buenísimo, de un espuelazo mató al otro". Al oír aquello, todos saltamos de contentos festejando con nuestras inocentes risas y coros de algarabías el triunfo del gallo fino. La ganancia eran 50 dólares que sumados a la inversión, fueron repartidos, en proporción entre los que participaron poniendo dinero para el estreno del gallo.
El relato de la segunda pelea del gallo, en la que se perdió hacha, calabaza, miel y al mismo gallo, se encuentra al principio de este relato.
Abogado
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