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Opinión / El hábito de la fe

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Aliento divino / Enfermedad / Hospital / miami / Pánico / Vida

Panamá

El hábito de la fe

Actualizado 2023/03/07 00:00:29

Lo que sí me parecía extraño era ese silbido interno de acordeón cansado cuando respiraba luego de toser.

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Cuando tenía unos 12 o 13 años desarrollé un cuadro de bronconeumonía que resultó ser peligrosamente severo. Un resfriado descuidado, que de algún modo logré ocultar a mis padres, se complicó hasta llegar a ese estado crítico. En ese entonces no sabía que el porcentaje de mortalidad de la bronconeumonía es relativamente alto si no se trata. Al principio no le presté mucha atención.

Lo que sí me parecía extraño era ese silbido interno de acordeón cansado cuando respiraba luego de toser. La situación se fue empeorando. Un ataque de tos era seguido por episodios en los que no podía ya recobrar el aliento voluntariamente, sino que simplemente regresaba, siempre para mi alivio. Así pasé un tiempo sin atender la enfermedad y sin decirle nada a nadie hasta que un día, al bajar del bus escolar, la tos me hizo exhalar todo el aire de reserva en los pulmones; pero la pausa de inhalar se me hizo más larga de lo usual y más mecánica.

Simplemente no recobraba el aliento. Me estaba asfixiando. El pánico se apoderó de mí. Tiré la mochila al suelo y comencé a correr a casa, que estaba a la mitad de la cuadra. Un recorrido
agitado, de sudor frío y sin respiración. Recuerdo casi haber pateado la puerta en la desesperación. Mi hermana me abrió y, pálida del susto, me sacudía por los hombros para saber qué me pasaba. Finalmente se abrieron las compuertas y el aire regresó a mi cuerpo.

Recobrado el aliento, le dije que no era nada. Pero hasta allí pude ocultar el mal. En la tarde ya me habían hospitalizado en el Baptist Hospital de Miami, donde vivíamos entonces, con doctores que seguramente regañaron a mis padres por una supuesta negligencia que en realidad no les correspondía.


Con el paso de los años, me doy cuenta de que esa experiencia que me llevó muy cerca de perder la vida no fue superada únicamente por el tratamiento médico. Al reparar ella, y en otras similares de mi vida, creo sinceramente que algo superior, que tenía un propósito marcado para mí, prefirió que me quedara aquí, que terminara mis estudios, que forjara mi profesión y me casara, que tuviera tres maravillosos hijos. En fin, a todos le pasa. Si hacemos la tarea de recordar esos momentos difíciles en los que algo superior ha venido a nuestro auxilio, nos damos cuenta de que hay parte de un destino en nosotros y que estamos aquí con un propósito genuino que cumplir.


Pero ese propósito no se cae simplemente de la mata. Deberá encontrarlo cada cual, a su modo y a su tiempo. Detrás de ese objetivo manifiesto en nuestras vidas está también la fe. Que los ateos
y los agnósticos piensen que somos solo carne animada por el golpe de los nervios y que, al morir, nos convertimos en materia sin propósito; están en su derecho. Sin embargo, la paz y la
tranquilidad que sobrevienen al tener la convicción de que hay algún refugio y fortaleza a qué acudir en tiempos de la angustia, nunca será una parte de sus vidas. Se dice que en las trincheras
no hay ateos.

Eso puede ser verdad, porque gran parte de la fe que uno desarrolla es solo estacional y reactiva. Está sujeta y amarrada a las dificultades y a tragedias en las que, vaciados ya de la capacidad de confrontarlas, parece llegarle a uno fortaleza de la nada. Sería más fácil, sin embargo, si todos los días hacemos un recuento silencioso de los momentos en los que ha venido hasta nosotros ese auxilio inesperado, ese alivio que nada que no sea la fe y la espiritualidad podrían aportarnos. Así, tal vez, no tengamos que acudir desesperados a la fe solo en medio de las sombras la angustia; así, tal vez, estemos siempre recargados de la simple convicción de que, por lo menos para cada uno de nosotros, Dios existe.

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