Panamà
El pasajero
- Alonso Correa
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La vida, ese conductor que nos lleva por una carretera escoltada en estrella, puede llegar a ser muy irónica.
Iggy Pop, ese artista polifacético y poli toxicómano que atrapó al público de los 60 con su estilo, escribió una canción basada en un poema de otro cantante, Jim Morrison, para su segundo disco como solista, Lust for Life. Aquellos que tengan un mínimo en conocimiento de historia del rock habrán podido descubrir, gracias al título de esta columna y al artista señalado, que la canción a la que me estoy refiriendo es The Passenger.
Desde hace un par de semanas, no he podido arrancar esta lírica de mi subconsciente, se ha reproducido una y otra vez en bucle, rebobinando y volviendo a reproducirse. La letra, que ya me causa mareo pensar en ella, tiene un mensaje implícito. Oculto entre las estrofas, escondido en el personaje del pasajero, se siente el frío ojo de la vida dirigido, como un láser, directo hacia nuestra existencia.
Ese pasajero que solo observa, ese que no está fijo, no se encadena a una sola persona, sino que salta, de aquí para allá, intercambiando personalidades como máscaras. Ese que ve la vida a través del espejo de un cristal empañado por el desinterés. El pasajero somos tú y yo, somos esos a los que la vida transporta sin rumbo, viendo una ciudad vacía a la luz de unas estrellas adheridas a un cielo hueco y frío. Porque el pasajero va contento cantando alegre en su silla, distraído por la banalidad de una vida sin rumbo, ¿pero cuánto puede durar? ¿Qué pasará cuando una vez se acabe el viaje, cuándo ese personaje, que veía todo lo que era suyo desde detrás de un cristal, se dé cuenta de lo que se perdió, de todo lo que nunca pudo palpar y siempre observó?
La vida, ese conductor que nos lleva por una carretera escoltada en estrella, puede llegar a ser muy irónica.
Recorriendo millas de calles donde rebosan los premios sencillos y la fruta baja, mareando al pasajero con las infinitas posibilidades que su imaginación puede crear. Pasándole frente al morro, como un hueso a un perro hambriento, la esperanza de acariciar sus mayores sueños y aspiraciones.
Pero somos densos, lentos al pensar, creemos que ese vehículo, diminuto y pintado de gris, que transita por las vías de una ciudad prendida en silencio, volverá a las mismas avenidas donde nos vimos vestidos en seda.
El pasajero, ese muñeco de paja con un espejo por cara, se piensa que así como los anillos de Saturno, todo volverá al comienzo, pero ignora, de manera vulgar y descarada, que lo que vio cruzar como un rayo su venta colapsa bajo la inmensidad de la realidad.
El pasajero no tiene malicia en su inacción, la inmovilidad nace de la falsa seguridad de volver al punto de inicio, como si el ciclo se cerrara en algún momento. El pasajero, con los doblados en U, no sabe si lo que siente es alegría por ver todo lo que es de él o tristeza por no poder salir del tránsito de un carro desbocado.
Entonces no quedan dos conclusiones a lo que puede llegar a sentir un pasajero encadenado a los traslúcidos límites de su ventana. La primera sería pensar que sufre la apatía de una vida que se le escapa en cada pestañeo, diluyendo el dolor con la distancia, o podríamos pensar también que ese pasajero, que va cantando alegre en la popa, siente la gratificación de una vida bien vida, regocijándose con la imagen de todo lo que bajo su ala se encuentra, pudiendo volar los kilómetros que lo separan del horizonte, cantando para alejar a los malos tiempos, sonriendo para sentir más de cerca el calor de la alegría.
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