Panamá
Ensayo sobre la felicidad
- Alonso Correa
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Son esos vaivenes, ese ondear en el mar de la vida, lo que engrosa el calibre de lo que pasamos. El amargor del café se complementa con la dulzura de la crema. Así es en la vida, en este tiempo prestado. El equilibrio es lo que debe reinar.

Nos sacia cuando nos acaricia. Les damos valor a los momentos por su aparición. Es en los días lluviosos un respiro de sol que rompe la barrera de las nubes. La dulzura concentrada de su maníaca manera de derrumbar los umbrales del dolor es la panacea más deseada. Pero es su soberbia y arrogancia de no permanecer por más de un suspiro lo que más valor le entrega. Eso es la felicidad. Y su hermana gemela es la pesadilla de nuestro paraíso, la tristeza. Amarga bilis que deja un sedoso sinsabor. Es la lluvia de los días de verano. Es derramar el té o mancharse la corbata. Es pisar un charco o romper tu camisa favorita. Es cerveza caliente o comida fría. La tristeza nos acecha y la alegría se distancia.
Son esos vaivenes, ese ondear en el mar de la vida, lo que engrosa el calibre de lo que pasamos. El amargor del café se complementa con la dulzura de la crema. Así es en la vida, en este tiempo prestado. El equilibrio es lo que debe reinar. Nuestra semilla mortal nos obliga a ser avariciosos, deseamos más de lo que necesitamos y rompemos la balanza justa. A veces, se necesita un poco de oscuridad para apreciar los verdaderos colores de la vida.
Y es válido huir de la aflicción. Y es válido perseguir la satisfacción. Pero esto, en lo que estamos sumergidos, es incontenible. El tratar siempre de sobrevivir el ayer con la más ridícula excusa es, a falta de una mejor palabra, cobardía. La comida, la música, las letras y el sexo deberían ser no más que gotas de escarcha que se apilan a lo largo del día. Pero nos dejamos llevar. La corriente del deseo ha purgado la mesura y ha impuesto su ley. Ahora la comida, la musica, las letras y el sexo son el status quo, perdiendo así su mística aura y desvaneciendo la línea difusora de la alegría y la pena.
Vivimos entumecidos por la emoción, todo tiene un mismo sabor. El dulce nos empalagó. Nos cegó a la realidad y dejó que nos inundara la estulticia. Ahora un maremoto de adictos rondan las calles, persiguiendo fantasmas. La ablepsia de un mundo de excesos ha hecho chocar de frente a millones contra un iceberg de consecuencias de las que nadie quiere hacerse cargo. Un hijo que jamás sintió el abrazo de su tribu de adulto quemará la aldea para sentir su calor, como dice el proverbio africano.
Obesidad, satiriasis, ninfomanía, depresión y ansiedad son descendientes de ese niño abandonado. Ejército bastardo del odio que ha venido para quedarse. Arropados por la apatía y el desasosiego de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado antes que corregirse a sí misma. Estamos dentro de la jaula del tigre y este ya nos tiene arrinconados. Nosotros, absortos en nuestra propia cárcel mental, seguimos observando el horizonte a la espera de un cambio que no llegará.
El tiempo dirá y mostrará la verdadera profundidad de esta grieta. El incontrolable flujo de sangre que ha creado esta hemorragia ha hecho palidecer hasta las más gruesas columnas de lo derecho y ha torcido el revelador filtro del día a día. Porque no hay nada de malo en lo que nos rodea, en lo que tenemos, no hace falta aderezarlo con nada. Porque la vida es para vivirla y la felicidad, la alegría, ganan valor cuando son momentos imperfectos, inexactos y escasos que se entierran en lo más profundo de nuestro consciente, son esos los que encienden y alimentan en nosotros las ganas de seguir viviendo.
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