La belleza entre las ruinas
- Mons. Rómulo Emiliani cmf
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Apreciar la belleza es un don, una oportunidad y un privilegio. Es un don, porque Dios te da la sensibilidad, el gusto para reconocer lo que es bello. Por ejemplo, en una poesía, una canción, un atardecer. Pero también es una oportunidad: ver la mano de Dios en todo lo que es hermoso, ya que detrás de todo lo creado está la acción poderosa del Señor que hace todo bien hecho. Y lo verás en la sincronía, regulación perfecta del movimiento de los planetas, las estrellas, las galaxias. En la inmensidad del universo. Lo verás en lo pequeño, en el crecimiento de una planta o de una flor. Y es un privilegio, porque el apreciar la belleza te hace mejor, más feliz, te eleva a niveles superiores de la existencia humana. El pintor que logra plasmar en un cuadro la belleza del rostro de un niño abrazado por la madre que refleja con su mirada la ternura de su corazón se eleva a un nivel superior de vida. El músico que interpreta magistralmente una obra inmortal logra hacer que sus oyentes y él se transporten a un plano de existencia más alto que perfecciona la vida humana.
Pues en la vida nos alimentamos de la contemplación de la belleza. Los grandes místicos se transportan a dimensiones tan profundas donde contemplan la belleza de Dios, su poder infinito, su misericordia, la generosidad, la paternidad, su providencia divina. Contemplar es vivir, sentir, apreciar, ser inspirado por el contacto con lo transcendente. Puede ser vivido eso en el silencio, oyendo un coro religioso, o leyendo un texto bíblico y cerrando los ojos y respirando hondo. Es el encuentro con alguien que es perfecto, infinito, todopoderoso, todo amor, todo sabiduría. Contemplar la belleza de Dios te da paz, serenidad, alegría, entusiasmo, fortaleza, y te ayuda a discernir todo desde la bondad y la verdad. No podemos vivir plenamente sin la belleza. Esta es armonía, perfección, proporción, esplendor, suavidad, paz.
Pero también, y eso es propio de los santos como Teresa de Calcuta, se puede contemplar la belleza de Dios en la miseria de un pordiosero, en el cuerpo leproso de un enfermo, en el Alzheimer de un anciano, en un delincuente encarcelado, en un mendigo, en un drogadicto. Así hizo el Buen Ladrón en la cruz contemplando el cuerpo herido, ensangrentado y moribundo de Jesús proclamándolo hijo de Dios, contemplando la belleza de Dios en un condenado a muerte. Allí se llega al máximo de la contemplación de la belleza. Pero para eso hay que tener mucha fe y así llegar a contemplar la belleza divina en medio de las ruinas humanas.
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