La fortaleza de Benito Juárez
Publicado 2003/09/14 23:00:00
- Irene Casado Sánchez
Cuando hablamos de la historia de México, la figura que se desprende de ella con mayor relieve es la de Benito Juárez. Ella salta a nuestra vista sin esfuerzo alguno. Su acrecentamiento como gran patriota se debe, de seguro, a su culto casi religioso por la legalidad, sosteniendo siempre ese principio durante toda su vida, contra todo y contra todos. En su tiempo, los militares no reconocieron en él la virtud del poder y el orden, sólo concedida hasta entonces al sable, y el clero también se sublevó en su contra. Pero él fue un hombre inflexible, en cuanto a la aplicación de la legalidad se refería. Fue una línea recta que ni un instante se desvió, porque todo se estrellaba contra su voluntad.
Era un hombre tan tenaz, que pareciese que la muerte misma tuvo que llegar a él violentamente, cuando ninguno la esperaba, para vencerlo. Fue una muerte sin lucha, sin agonía, como la de aquellos que, según la frase de Esquilo, "inspiran miedo a los mismos dioses". Pero, ¿cómo explicamos el amor, el entusiasmo, el fanatismo que inspiran los grandes capitanes? Siempre es hermoso un conquistador.
La gloria lo reviste con su ropaje teatral, y a caballo, entre el fragor de las peleas y respetado por las balas, se presenta como un ser de raza superior. Quizás fue éste el prestigio alcanzado por muchos otros militares mexicanos, de América Latina y Europa a lo largo de la historia de la humanidad.
Juárez fue distinto. Ese luchador de frac y gran capitán que nunca empuñó la espada; aquel reformador, no frenético ni sanguinario, sino sereno como los varones de Plutarco, aparece en su augusta tranquilidad como la imagen viva de la patria mexicana.
No era el mar con su hervor de espuma, con su tranquilo tumulto de olas: fue la roca en que se estrella el mar. A él siempre se le veía tranquilo, callado, como quien está convencido de que tiene la razón, de que ha de vencer y no cree necesario decir cuáles son sus armas. Sin embargo, Benito Juárez no pasa por la historia de México a galope, entre nubes de polvo y redobles de tambor, sino a pie y despacio, seguro de que ha de llegar a la hora fija y precisa. Tras de sí lleva todas las voluntades, sin teatralidad, sin nada aparatoso.
Nunca se apresuró a realizar sus fines. Siempre se le vio como aguardando a que se cumplan los decretos irrevocables del destino.
Cuando se da la crisis tan terrible causada por la intervención europea, cuando la nación mexicana parecía irremediablemente perdida, sus patriotas no se preparaban para luchar, sino para morir. ¡Muramos con gracia, como los gladiadores romanos!, decían los leales.
¡Huyamos a las islas afortunadas!, decían los otros. Juárez no se altera, no tiembla, no vacila: sonríe. En medio de aquel desastre, continúa sereno, no huye, se va tranquilamente como vino. Es altivo y desdeñoso como la fuerza misma. Pero, ¿cuál es entonces su fuerza que espera la hora de revelarse? Es la fuerza del Derecho.
Estados Unidos le ofrece un ejército acaudillado por uno de sus grandes generales, y él lo rechaza. México ha de triunfar. ¡México solo! No cede ni un ápice de la dignidad nacional, y pisa siempre tierra mexicana en señal de dominio. No se impacienta, no se precipita, espera su hora; abatido, no se inclina; menesteroso, no tiende la mano; es inflexible, no puede transigir, ni siquiera para consentir que un jefe norteamericano mande a sus tropas. ¡Qué admirable tenacidad! Primero desbarata la intervención de tres naciones poderosas que se coligaban para aniquilar la autonomía de México.
Después, combatido por fuerzas poderosas, levanta siempre, sin rendirse y sin huir, la bandera de la nacionalidad mexicana. El tiempo da al cabo la razón a este increíble tenaz, y la victoria sale a su encuentro a la hora fijada. Aún con el triunfo, Benito Juárez no se ensoberbece, ni se apresura, ni sale de su impasibilidad.
Cuentan sus biógrafos que fue un hombre bueno, compasivo y generoso. En su hogar aparece como un padre modelo. Pero lo que constituye la esencia de su carácter, la médula de su personalidad, es la justicia, y ésta la ejecuta sin un fruncimiento de cejas, sin una vacilación en la mano que firma.
Su muerte fue una repentina desaparición, aunque su espíritu vive esparcido en las generaciones de mexicanos, pasadas y presentes, aunque estamos seguros que también en las generaciones del porvenir. Sus ideas se encuentran en la vida eterna del espíritu, porque él no está yacente sobre el duro mármol.
Benito Juárez vive.
Era un hombre tan tenaz, que pareciese que la muerte misma tuvo que llegar a él violentamente, cuando ninguno la esperaba, para vencerlo. Fue una muerte sin lucha, sin agonía, como la de aquellos que, según la frase de Esquilo, "inspiran miedo a los mismos dioses". Pero, ¿cómo explicamos el amor, el entusiasmo, el fanatismo que inspiran los grandes capitanes? Siempre es hermoso un conquistador.
La gloria lo reviste con su ropaje teatral, y a caballo, entre el fragor de las peleas y respetado por las balas, se presenta como un ser de raza superior. Quizás fue éste el prestigio alcanzado por muchos otros militares mexicanos, de América Latina y Europa a lo largo de la historia de la humanidad.
Juárez fue distinto. Ese luchador de frac y gran capitán que nunca empuñó la espada; aquel reformador, no frenético ni sanguinario, sino sereno como los varones de Plutarco, aparece en su augusta tranquilidad como la imagen viva de la patria mexicana.
No era el mar con su hervor de espuma, con su tranquilo tumulto de olas: fue la roca en que se estrella el mar. A él siempre se le veía tranquilo, callado, como quien está convencido de que tiene la razón, de que ha de vencer y no cree necesario decir cuáles son sus armas. Sin embargo, Benito Juárez no pasa por la historia de México a galope, entre nubes de polvo y redobles de tambor, sino a pie y despacio, seguro de que ha de llegar a la hora fija y precisa. Tras de sí lleva todas las voluntades, sin teatralidad, sin nada aparatoso.
Nunca se apresuró a realizar sus fines. Siempre se le vio como aguardando a que se cumplan los decretos irrevocables del destino.
Cuando se da la crisis tan terrible causada por la intervención europea, cuando la nación mexicana parecía irremediablemente perdida, sus patriotas no se preparaban para luchar, sino para morir. ¡Muramos con gracia, como los gladiadores romanos!, decían los leales.
¡Huyamos a las islas afortunadas!, decían los otros. Juárez no se altera, no tiembla, no vacila: sonríe. En medio de aquel desastre, continúa sereno, no huye, se va tranquilamente como vino. Es altivo y desdeñoso como la fuerza misma. Pero, ¿cuál es entonces su fuerza que espera la hora de revelarse? Es la fuerza del Derecho.
Estados Unidos le ofrece un ejército acaudillado por uno de sus grandes generales, y él lo rechaza. México ha de triunfar. ¡México solo! No cede ni un ápice de la dignidad nacional, y pisa siempre tierra mexicana en señal de dominio. No se impacienta, no se precipita, espera su hora; abatido, no se inclina; menesteroso, no tiende la mano; es inflexible, no puede transigir, ni siquiera para consentir que un jefe norteamericano mande a sus tropas. ¡Qué admirable tenacidad! Primero desbarata la intervención de tres naciones poderosas que se coligaban para aniquilar la autonomía de México.
Después, combatido por fuerzas poderosas, levanta siempre, sin rendirse y sin huir, la bandera de la nacionalidad mexicana. El tiempo da al cabo la razón a este increíble tenaz, y la victoria sale a su encuentro a la hora fijada. Aún con el triunfo, Benito Juárez no se ensoberbece, ni se apresura, ni sale de su impasibilidad.
Cuentan sus biógrafos que fue un hombre bueno, compasivo y generoso. En su hogar aparece como un padre modelo. Pero lo que constituye la esencia de su carácter, la médula de su personalidad, es la justicia, y ésta la ejecuta sin un fruncimiento de cejas, sin una vacilación en la mano que firma.
Su muerte fue una repentina desaparición, aunque su espíritu vive esparcido en las generaciones de mexicanos, pasadas y presentes, aunque estamos seguros que también en las generaciones del porvenir. Sus ideas se encuentran en la vida eterna del espíritu, porque él no está yacente sobre el duro mármol.
Benito Juárez vive.
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