Las desventuras de Bill Clinton vistas por Gabriel García Márquez
Publicado 1999/01/25 00:00:00
Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura. Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido.
Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso quesea, siempre que se le sepa plantar.
Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice".
Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Marthas Vineyard, en agosto de 1995.
Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de soledad.
Yo dije, y se publicó en su momento, que aquella frase me parecía una simple camada para el electorado latino.
El no lo pasó por alto: lo primero que medijo después de saludarme en Marthas Vineyard fue que su declaración habíasido sincera.
Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias.
Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo.
Su talante correspondía a suaspecto.
Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera puerilcon un crucigrama estampado en el pecho.
Era, a sus cuarenta y nueve años,un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.
La cena empezó a las ocho y terminó a la medianoche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el presidente y los tres escritores.
El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas.
Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad.
Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleáns o Los Angeles tenían más créditos históricos, y ély yo los defendimos a fondos, hasta que se vio claro que el presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección.
"Olvídese de los votos, señor presidente", le dijo Carlos Fuentes.
"Pierda Florida y gánese la historia".
La frase marcó el tono.
Cuando hablamos del narcotráfico el presidente oyó mi opinión con oídos benévolos.
"Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son mucho máspoderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades".
Cuando le hablé de las relaciones con Cuba pareció aún más receptivo: "SiFidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara, no quedaría ningúnproblema pendiente".
Cuando hicimos un repaso espectral de América latina supimos que su interé sera mucho mayor de lo que suponíamos pero le faltaban datos esenciales.
Cuando la charla amenazó con volverse demasiado formal le preguntamos por supelícula favorita y contestó que era High Noon, de Fred Zinnermann, a quien había condecorado días atrás en Londres.
Cuando le preguntamos qué estaba leyendo lanzó un suspiro de alivio y mencionó un libro sobre las guerras económicas del futuro, cuyo título y autor no reconocí.
"Mejor lea El Quijote", le dije.
"Ahí está todo".
La verdad es que ese libro único no se lee tanto como se dice, pero muy pocos admiten que no lo han leído.
Clinton demostró con dos o tres frases que lo conocía muy bien.
Entusiasmado, nos preguntó por nuestros libros preferidos.
Styron lecontestó que el suyo era "Huckleberry Finn" de Mark Twain.
Yo hubieraescogido "Edipo Rey" de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí "El conde de Montecristo", sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar.
Clinton dijo que el suyo eran "Las Meditaciones de Marco Aurelio", y Carlos Fuentes no vaciló por "Absalón Absalón", sin duda alguna la novela estelar de William Faulkner, aunqueotros preferimos "Luz de Agosto", por gustos personales.
Clinton, como homenaje a Faulkner, se puso entonces de pie y con largas zancadas alrededor de la mesa recitó de memoria el monólogo de Benji, que son las páginas más asombrosas pero también las más herméticas de "El sonido y la furia".
Faulkner nos llevó a preguntarnos una vez más sobre las afinidades entre los escritores del Caribe y la pléyade de grandes novelistas del sur de los Estados Unidos.
Nos parecieron más que lógicas, si tomábamos en cuenta que el Caribe no es en realidad un área geográfica, circunscrita al mar, sino unespacio histórico y cultural mucho más vasto, que abarcaba desde el norte del Brasil hasta la cuenca del Misisipí.
Mark Twain, William Faulkner, JohnSteinbeck, y tantos otros, serían entonces tan caribes por derecho propiocomo Jorge Amado y Dereck Walcott.
Clinton -nacido y formado en la sureña Arkansas- celebró la ocurrencia y proclamó con alegría su propia filiacióncaribe.
Entonces iban a ser las doce de la noche y tuvo que interrumpir la charlapara contestar una llamada urgente de Gerry Adams, a quien autorizó desdeaquel momento para recaudar fondos y hacer campaña en los Estados Unidos afavor de la paz en Irlanda del Norte.
Este debió de ser el final histórico para una noche inolvidable, pero Carlos Fuentes lo llevó más lejos cuando le preguntó al presidente a quiénes consideraba sus enemigos.
La respuesta fue inmediata y brutal: "Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha".
Dicho esto concluyó la cena.
Las otras veces que lo vi, en privado o enpúblico, me dejó la misma impresión que la primera: Bill Clinton era todo lo contrario de la idea que los latinoamericanos tenemos sobre los presidentesde los Estados Unidos.
Ahora bien: ¿sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuvieraque malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor? Pues ése es el caso: el hombre con más poder sobre la Tierra no ha logrado consumar sus ardores secretos por el estorbo invisiblede un servicio de seguridad que sirve mejor para impedir que para proteger.
No hay cortinas en las ventanas de la oficina Oval ni un cerrojo de caridad en el baño reservado a las obras mayores del presidente.
El florero que se ve a sus espaldas en las fotografías de su escritorio ha sido denunciado porla prensa como un escondite de micrófonos para consagrar en documentos de Estado las audiencias.
Más triste, sin embargo, es que el presidente sólo quiso hacer algo que el común de los hombres ha hecho a escondidas de sus mujeres desde el principio del mundo, y la estolidez puritana no só lo impidió que lo hiciera, sino que le negó hasta el derecho de negarlo.
La literatura de ficción la inventó Jonás cuando convenció a su mujer de que había vuelto a su casa con tres días de retraso porque se lo había tragado una ballena.
Amparado en esa argucia atávica, Clinton negó ante la Justicia que hubiera tenido alguna relación sexual con Monica Lewinsky, y lo negó con la cabeza en alto, como todo infiel que se respete.
A fin de cuentas, su drama personal es un asunto doméstico entre él y Hillary, y ésta lo ha respaldado ante el mundo con una dignidad homérica.
Perfecto: una cosa es mentir para engañar y otra bien distinta es ocultar verdades para preservar esa instancia mítica del ser humano que es su vida privada.
Con todo derecho: nadie está obligado a declarar contra sí mismo.
De haber persistido en la negativa inicial, a Clinton lo habrían procesadode todos modos pues de eso se trataba, pero es mucho más digno ser perjuro en defensa del fuero interno que ser absuelto contra el amor.
Por desgracia, con la misma determinación con que negó la culpa la admitió más tarde, y siguió admitiéndola por todos los medios impresos, visuales y hablados hasta la humillación.
Error mortal de un amante inconcluso cuya vida secreta no pasará a la historia por haber hecho mal el amor sino por haberlo vuelto todavía menos eterno de lo que suele ser.
Llegó hasta elescarnio de someterse al sexo oral mientras hablaba por teléfono con un senador.
Se suplantó a sí mismo con un cigarro frígido.
Apeló a toda clasede artificios elusivos para burlar a natura, pero cuanto más lo intentabamás motivos contra él encontraban sus inquisidores, pues el puritanismo es un vicio insaciable que se alimenta de su propia mierda.
Ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar.
Y el método fue la utilización criminal de la Justicia por un fiscal fundamentalista llamado Kenneth Starr, cuyos interrogatorios encarnizados y salaces parecían excitarlo hasta el orgasmo.
El Bill Clinton que encontramos hace cuatro meses en la cena de gala que ofreció al presidente Andrés Pastrana en la Casa Blanca, era un hombre distinto.
Ya no era el universitario desprejuiciado de Marthas Vineyard, sino un convicto enflaquecido e incierto, que no lograba disimular con una sonrisa profesional el mismo cansancio orgánico que destruye a los aviones:la fatiga del metal.
Días antes, en una cena de periodistas con la señora Katharine Graham, la dama de oro del Washington Post, alguien había dicho que a juzgar por eljuicio de Clinton los Estados Unidos seguían siendo el país de Nathaniel Hawthorne.
Aquella noche en la Casa Blanca lo entendí en carne viva.
Sereferían al gran novelista norteamericano del siglo anterior, que denuncióen su obra los horrores del fundamentalismo en la Nueva Inglaterra, donde quemaron vivas a las brujas de Salem.
Su novela capital, "La letra escarlata", es el drama de Hester Prynne, una joven casada que tuvo un hijo secreto de un hombre que no era el suyo.
Un Kenneth Starr de la época le impuso el castigo de llevar de por vida una camisa de penitente con la letra A del código puritano con el color y el olor de la sangre.
Un agente del orden la seguía a todas partes con un tambor batiente para que los transeúntes se apartaran a su paso.
El desenlace, por cierto, podría quitarle el sueño al fiscal Starr, pues el padre clandestino de la hija de Hester resultó ser el ministro del culto quela martirizó hasta la muerte.
La técnica y la moral del procedimiento fueronen esencia las mismas.
Cuando los enemigos de Clinton no encontraron méritospara juzgarlo por lo que querían, lo acosaron con interrogatorios minados, hasta que lo pillaron por aquí y por allá en trampas secundarias.
Entonceslo forzaron a acusarse en público a sí mismo, y a arrepentirse incluso de lo que no había hecho, en vivo y en directo, a través de una tecnología de la información universal que no es más que la versión trimilenaria de los tambores persecutorios de Hester Prynne.
Por las preguntas del fiscal,capciosas y concupiscentes, hasta los niños de pecho se enteraron de las mentiras que sus padres les contaban para que no supieran cómo los habían hecho.
Vencido por la fatiga del metal, Clinton llegó hasta la locura imperdonablede castigar a sangre y fuego a un enemigo inventado a cinco mil trescientasnoventa y siete millas náuticas de la Casa Blanca, sólo para desviar la atención de su desgracia personal.
Tony Morrison, premio Nobel de Literaturay gran escritora de este siglo agonizante, lo resumió en una plumada genial:"Lo trataron como a un presidente negro".
Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso quesea, siempre que se le sepa plantar.
Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice".
Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Marthas Vineyard, en agosto de 1995.
Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de soledad.
Yo dije, y se publicó en su momento, que aquella frase me parecía una simple camada para el electorado latino.
El no lo pasó por alto: lo primero que medijo después de saludarme en Marthas Vineyard fue que su declaración habíasido sincera.
Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias.
Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo.
Su talante correspondía a suaspecto.
Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera puerilcon un crucigrama estampado en el pecho.
Era, a sus cuarenta y nueve años,un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.
La cena empezó a las ocho y terminó a la medianoche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el presidente y los tres escritores.
El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas.
Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad.
Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleáns o Los Angeles tenían más créditos históricos, y ély yo los defendimos a fondos, hasta que se vio claro que el presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección.
"Olvídese de los votos, señor presidente", le dijo Carlos Fuentes.
"Pierda Florida y gánese la historia".
La frase marcó el tono.
Cuando hablamos del narcotráfico el presidente oyó mi opinión con oídos benévolos.
"Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son mucho máspoderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades".
Cuando le hablé de las relaciones con Cuba pareció aún más receptivo: "SiFidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara, no quedaría ningúnproblema pendiente".
Cuando hicimos un repaso espectral de América latina supimos que su interé sera mucho mayor de lo que suponíamos pero le faltaban datos esenciales.
Cuando la charla amenazó con volverse demasiado formal le preguntamos por supelícula favorita y contestó que era High Noon, de Fred Zinnermann, a quien había condecorado días atrás en Londres.
Cuando le preguntamos qué estaba leyendo lanzó un suspiro de alivio y mencionó un libro sobre las guerras económicas del futuro, cuyo título y autor no reconocí.
"Mejor lea El Quijote", le dije.
"Ahí está todo".
La verdad es que ese libro único no se lee tanto como se dice, pero muy pocos admiten que no lo han leído.
Clinton demostró con dos o tres frases que lo conocía muy bien.
Entusiasmado, nos preguntó por nuestros libros preferidos.
Styron lecontestó que el suyo era "Huckleberry Finn" de Mark Twain.
Yo hubieraescogido "Edipo Rey" de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí "El conde de Montecristo", sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar.
Clinton dijo que el suyo eran "Las Meditaciones de Marco Aurelio", y Carlos Fuentes no vaciló por "Absalón Absalón", sin duda alguna la novela estelar de William Faulkner, aunqueotros preferimos "Luz de Agosto", por gustos personales.
Clinton, como homenaje a Faulkner, se puso entonces de pie y con largas zancadas alrededor de la mesa recitó de memoria el monólogo de Benji, que son las páginas más asombrosas pero también las más herméticas de "El sonido y la furia".
Faulkner nos llevó a preguntarnos una vez más sobre las afinidades entre los escritores del Caribe y la pléyade de grandes novelistas del sur de los Estados Unidos.
Nos parecieron más que lógicas, si tomábamos en cuenta que el Caribe no es en realidad un área geográfica, circunscrita al mar, sino unespacio histórico y cultural mucho más vasto, que abarcaba desde el norte del Brasil hasta la cuenca del Misisipí.
Mark Twain, William Faulkner, JohnSteinbeck, y tantos otros, serían entonces tan caribes por derecho propiocomo Jorge Amado y Dereck Walcott.
Clinton -nacido y formado en la sureña Arkansas- celebró la ocurrencia y proclamó con alegría su propia filiacióncaribe.
Entonces iban a ser las doce de la noche y tuvo que interrumpir la charlapara contestar una llamada urgente de Gerry Adams, a quien autorizó desdeaquel momento para recaudar fondos y hacer campaña en los Estados Unidos afavor de la paz en Irlanda del Norte.
Este debió de ser el final histórico para una noche inolvidable, pero Carlos Fuentes lo llevó más lejos cuando le preguntó al presidente a quiénes consideraba sus enemigos.
La respuesta fue inmediata y brutal: "Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha".
Dicho esto concluyó la cena.
Las otras veces que lo vi, en privado o enpúblico, me dejó la misma impresión que la primera: Bill Clinton era todo lo contrario de la idea que los latinoamericanos tenemos sobre los presidentesde los Estados Unidos.
Ahora bien: ¿sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuvieraque malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor? Pues ése es el caso: el hombre con más poder sobre la Tierra no ha logrado consumar sus ardores secretos por el estorbo invisiblede un servicio de seguridad que sirve mejor para impedir que para proteger.
No hay cortinas en las ventanas de la oficina Oval ni un cerrojo de caridad en el baño reservado a las obras mayores del presidente.
El florero que se ve a sus espaldas en las fotografías de su escritorio ha sido denunciado porla prensa como un escondite de micrófonos para consagrar en documentos de Estado las audiencias.
Más triste, sin embargo, es que el presidente sólo quiso hacer algo que el común de los hombres ha hecho a escondidas de sus mujeres desde el principio del mundo, y la estolidez puritana no só lo impidió que lo hiciera, sino que le negó hasta el derecho de negarlo.
La literatura de ficción la inventó Jonás cuando convenció a su mujer de que había vuelto a su casa con tres días de retraso porque se lo había tragado una ballena.
Amparado en esa argucia atávica, Clinton negó ante la Justicia que hubiera tenido alguna relación sexual con Monica Lewinsky, y lo negó con la cabeza en alto, como todo infiel que se respete.
A fin de cuentas, su drama personal es un asunto doméstico entre él y Hillary, y ésta lo ha respaldado ante el mundo con una dignidad homérica.
Perfecto: una cosa es mentir para engañar y otra bien distinta es ocultar verdades para preservar esa instancia mítica del ser humano que es su vida privada.
Con todo derecho: nadie está obligado a declarar contra sí mismo.
De haber persistido en la negativa inicial, a Clinton lo habrían procesadode todos modos pues de eso se trataba, pero es mucho más digno ser perjuro en defensa del fuero interno que ser absuelto contra el amor.
Por desgracia, con la misma determinación con que negó la culpa la admitió más tarde, y siguió admitiéndola por todos los medios impresos, visuales y hablados hasta la humillación.
Error mortal de un amante inconcluso cuya vida secreta no pasará a la historia por haber hecho mal el amor sino por haberlo vuelto todavía menos eterno de lo que suele ser.
Llegó hasta elescarnio de someterse al sexo oral mientras hablaba por teléfono con un senador.
Se suplantó a sí mismo con un cigarro frígido.
Apeló a toda clasede artificios elusivos para burlar a natura, pero cuanto más lo intentabamás motivos contra él encontraban sus inquisidores, pues el puritanismo es un vicio insaciable que se alimenta de su propia mierda.
Ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar.
Y el método fue la utilización criminal de la Justicia por un fiscal fundamentalista llamado Kenneth Starr, cuyos interrogatorios encarnizados y salaces parecían excitarlo hasta el orgasmo.
El Bill Clinton que encontramos hace cuatro meses en la cena de gala que ofreció al presidente Andrés Pastrana en la Casa Blanca, era un hombre distinto.
Ya no era el universitario desprejuiciado de Marthas Vineyard, sino un convicto enflaquecido e incierto, que no lograba disimular con una sonrisa profesional el mismo cansancio orgánico que destruye a los aviones:la fatiga del metal.
Días antes, en una cena de periodistas con la señora Katharine Graham, la dama de oro del Washington Post, alguien había dicho que a juzgar por eljuicio de Clinton los Estados Unidos seguían siendo el país de Nathaniel Hawthorne.
Aquella noche en la Casa Blanca lo entendí en carne viva.
Sereferían al gran novelista norteamericano del siglo anterior, que denuncióen su obra los horrores del fundamentalismo en la Nueva Inglaterra, donde quemaron vivas a las brujas de Salem.
Su novela capital, "La letra escarlata", es el drama de Hester Prynne, una joven casada que tuvo un hijo secreto de un hombre que no era el suyo.
Un Kenneth Starr de la época le impuso el castigo de llevar de por vida una camisa de penitente con la letra A del código puritano con el color y el olor de la sangre.
Un agente del orden la seguía a todas partes con un tambor batiente para que los transeúntes se apartaran a su paso.
El desenlace, por cierto, podría quitarle el sueño al fiscal Starr, pues el padre clandestino de la hija de Hester resultó ser el ministro del culto quela martirizó hasta la muerte.
La técnica y la moral del procedimiento fueronen esencia las mismas.
Cuando los enemigos de Clinton no encontraron méritospara juzgarlo por lo que querían, lo acosaron con interrogatorios minados, hasta que lo pillaron por aquí y por allá en trampas secundarias.
Entonceslo forzaron a acusarse en público a sí mismo, y a arrepentirse incluso de lo que no había hecho, en vivo y en directo, a través de una tecnología de la información universal que no es más que la versión trimilenaria de los tambores persecutorios de Hester Prynne.
Por las preguntas del fiscal,capciosas y concupiscentes, hasta los niños de pecho se enteraron de las mentiras que sus padres les contaban para que no supieran cómo los habían hecho.
Vencido por la fatiga del metal, Clinton llegó hasta la locura imperdonablede castigar a sangre y fuego a un enemigo inventado a cinco mil trescientasnoventa y siete millas náuticas de la Casa Blanca, sólo para desviar la atención de su desgracia personal.
Tony Morrison, premio Nobel de Literaturay gran escritora de este siglo agonizante, lo resumió en una plumada genial:"Lo trataron como a un presidente negro".
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