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Las inconsecuencias del poder

Silvio Guerra | Abogado | - Publicado:

Las inconsecuencias del poder

Para la fecha de 31 de mayo de 2007, fue publicado este artículo que, por su plena vigencia, vuelvo a publicar. El ejercicio del poder político presenta, casi siempre, sus inconsecuencias y ello deviene cuando quienes lo ejercen son, igualmente, grandes inconsecuentes. La inconsecuencia radica en la falta de capacidad y de conocimiento para dar seguimiento a un programa de principios y de metas y, cuando no, en la falta de voluntad para dar cumplimiento a promesas que han sido hechas a todo un pueblo.

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Se es inconsecuente cuando lo dicho no coincide con el hecho (prometer "A" y realizar "B") o los hechos no son tan siquiera reflejo de lo dicho (hacer "B" y haber dicho antes "A") o, simple y sencillamente, no hacer nada. Los inconsecuentes todo lo justifican: "Se hizo esto porque aquello no era factible"; "No había otra alternativa"; "Al menos hemos cumplido con parte de lo prometido"; "Tratamos de hacerlo de la mejor manera, pero no resultó"; "Tenía la voluntad para hacerlo, pero no fue posible"; "Quisimos hacer las cosas bien, pero todo resultó mal"; "Algunas cosas no salieron como esperábamos"; etc., y éstos argumentos son apenas algunos de los estribillos y frases que ya han pasado a formar parte del glosario de las excusas propias de los inconsecuentes que nos han gobernado durante lustros y décadas.

El discurso de los tales es asombroso: Está plagado de entimemas y de circunloquios que venden creencia a los ingenuos y a los incautos. Ellos, los que todo lo creen, son los que beben, cuales almas sedientas de agua dulce, el discurso agorero, plagado de falsas promesas, de los falsarios y filibusteros de la política criolla latinoamericana y que, luego resultará que, nuestros pueblos, los de nuestra América India, terminan siendo victimizados por las náuseas, vómitos, diarreas, fiebres, tanto del alma como del cuerpo, que tienen que padecer a consecuencia de los discursos de los inconsecuentes que fácilmente pueden ser caracterizados como los que nada creen, que nada dicen de alma ni de corazón, que son viles, abyectos, sátrapas del demonio, que succionan la sangre de nuestros enormes contingentes de seres humanos que vienen siendo diezmados por una especie de dictadura de millonarios que se valen del poder político para orquestar sus más caros intereses y despiadados egolatrismos.

Lo peor de todo ello: El concubinato escandaloso de los llamados hijos del pueblo que se convierten en los veleidosos instrumentos o herramientas de trabajo para aproximar a nuestros pueblos a los tales inconsecuentes con tal de cosechar las mieles del poder cuando entronizan, a costillas de falacias y de ardides rebuscados para jugar con la falta de empleo y con el hambre de todo un pueblo, a los que persiguen de modo anonadado, el cetro y el báculo que ostentan los mandatarios de las naciones.

Por ello pierden visión y visual política, tanto de la social como de la solidaridad humana. Se vuelven seres tercos, reacios, indiferentes a las voces y gritos de quienes militan aún en los ejércitos de la democracia. Se tornan ampulosos, rimbombantes, se envilecen, se mutan en seres llenos de vanidad, como si la vida no les demandará, cuando les acaezca la muerte, una clara rendición de cuentas de cuanto hayan dicho o hecho.

Tal ha acontecido con no pocos gobernantes, caudillos, que han querido regir a no pocas naciones de América Latina, como haciendas o fincas privadas similares a los de los antiguos feudos, y para quienes el pueblo no ha sido otra cosa que la muestra palpable de un perverso vasallaje que va dejando por doquier huellas indubitables e imperecederas de pobreza, luto, dolor, trauma por doquier, tristezas y heridas insanables. De muchos de los casos que la historia aún no juzga con claridad pueden dar fe los cientos de expedientes de los que ha conocido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, del mismo modo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el primero de ellos como ente instructor y el segundo como ente juzgador. Sin dejar de mencionar los miles y miles de casos que ni siquiera llegan al pórtico de un tribunal o de un despacho fiscal.

Una inconsecuencia, propia de las almas que gobiernan al margen de la racionalidad, consustancial a los espíritus que beben egolatría y vanidad en las copas del poder político, es lo que ha venido aconteciendo, desde hace varios lustros con nuestro país, sus gobiernos y nuestro pueblo. Los gobiernos abyectos, las dictaduras imbéciles, los gobernantes con máscaras de demócratas, los que ejercitan el poder para reírse de los pueblos, no pueden merecer otro castigo que la repulsa cruda, sin matices de pusilánime, por parte de quienes no vivimos en Babia sino en razones. "Cogito, ergo suum" –"Pienso, luego existo"-Descartes. Nunca, jamás, la sin razón podrá erigirse en un acto de soberanía de nación alguna. Se impone la civilidad y el respeto a la institucionalidad propia del Estado de Derecho.

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