Para una transformación radical
Publicado 2001/12/29 00:00:00
- MEREDITH SERRACIN
Cuando surgió el actual gobierno, expresábamos brevemente -pero con acento rigurosamente crítico- nuestra patriótica pesadumbre. Nos pareció que rayaba en sórdido fanatismo, en irresponsabilidad ciudadana, traer al Poder en esta hora dificilísima, expuesta a contingencias, a hombres y mujeres representativos de la incapacidad y desmoralización nacional, a este equipo de hombres y mujeres mediocres que no han dado a su patria un minuto de gloria ni siquiera de bienestar. Cien veces lo hemos dicho, porque es la idea de que se nutre toda nuestra política en lo que al problema específicamente panameño se refiere: nuestro pueblo sufre un proceso de considerable descomposición colectiva, o dicho de otra manera, el Estado panameño, suma de los organismos e instituciones encargadas de asegurar la convivencia nacional, ha perdido su autoridad y eficiencia.
Ni el Gobierno al uso ni la Asamblea Legislativa ni el Organo Judicial suscitan en los panameños respeto ni esperanza. Dígasenos si en tal forma cabe alguna dosis de paz en nuestra existencia. Es una necesidad -empleamos con energía el vocablo- es una necesidad que ya anda próxima engendrar gravísimas consecuencias, confundir las modificaciones políticas a que invita el sesgo de los acontecimientos mundiales, con el proceso que por sí misma lleva la vida interior de Panamá.
El Gobierno de aquéllos (de "Unión por Panamá") o el supuesto "Gobierno de los pobres", que en la práctica ha resuelto ser "un pobre Gobierno", presidido por la señora Moscoso, fue exaltado al poder antes de que se concretase la transferencia del Canal a Panamá. Adivino, pues, en lamentables momentos de forzosidades políticas puramente internas del país. ¿Y qué ha significado este desgobierno? Evidentemente significa un gobierno tan anormal, tan incapaz, tan corrupto, tan nepótico, que a dos años y medio de gestión han consumado su fracaso todos los partidos coaligados y grupos gobiernistas hasta el momento frecuentadores del poder.
Ninguno de ellos (de los partidos de "Unión por Panamá") tiene prestigio suficiente para constituir un gobierno homogéneo normal. Esto no lo decimos antojadizamente: lo dicen los hechos, y en ellos, la nación entera. Al agudizarse la crisis institucional, económica y social que padecemos por el "efecto Mireya", toda cabeza clara, todo corazón sereno medita lo siguiente: ¡El Estado panameño, o sea la maquinaria de las instituciones públicas, está pulverizada. Es preciso reconstruirlo, dotándolo nuevamente de las dos calidades esenciales a los instrumentos del Estado: autoridad moral y eficiencia en su funcionamiento. Para ello, no hay otro camino que transformar hondamente las instituciones públicas (Ejecutivo-Gobierno, Legislativo y Judicial) de modo que nos parezcan otros, como recién nacidos y purificados con su nuevo nacimiento. Se impone, pues, una reorganización profunda del Panamá político, judicial y administrativo.
Ahora bien: reorganización política, judicial y administrativa significa una renovación de ciertas leyes y reglamentos, un mero cambio de vocablos nada vale si no representa un cambio real en la sociedad. Reformar, transformar las instituciones públicas, es transferir el predominio que hasta ahora han ejercido unas ciertas clases, unos ciertos "clanes familiares", ciertos hombres y mujeres, a otras clases, otros núcleos y otros hombres y mujeres: es modificar la mecánica histórica que ha producido la decadencia panameña. No otra cosa hace cada cual en su casa, en su empresa, en su industria, en su comercio, cuando marchan torpemente los menesteres: cambiar el personal para cambiar de usos.
Todo, pues, impone a cualquier temperamento patriótico y reflexivo la demanda de una transformación ordenada, pero radical, en la vida pública. Sin transformación radical no volverá a haber orden institucional en Panamá, y acaso el desorden se eleve a la potencia de anarquía y de caos.
Ni el Gobierno al uso ni la Asamblea Legislativa ni el Organo Judicial suscitan en los panameños respeto ni esperanza. Dígasenos si en tal forma cabe alguna dosis de paz en nuestra existencia. Es una necesidad -empleamos con energía el vocablo- es una necesidad que ya anda próxima engendrar gravísimas consecuencias, confundir las modificaciones políticas a que invita el sesgo de los acontecimientos mundiales, con el proceso que por sí misma lleva la vida interior de Panamá.
El Gobierno de aquéllos (de "Unión por Panamá") o el supuesto "Gobierno de los pobres", que en la práctica ha resuelto ser "un pobre Gobierno", presidido por la señora Moscoso, fue exaltado al poder antes de que se concretase la transferencia del Canal a Panamá. Adivino, pues, en lamentables momentos de forzosidades políticas puramente internas del país. ¿Y qué ha significado este desgobierno? Evidentemente significa un gobierno tan anormal, tan incapaz, tan corrupto, tan nepótico, que a dos años y medio de gestión han consumado su fracaso todos los partidos coaligados y grupos gobiernistas hasta el momento frecuentadores del poder.
Ninguno de ellos (de los partidos de "Unión por Panamá") tiene prestigio suficiente para constituir un gobierno homogéneo normal. Esto no lo decimos antojadizamente: lo dicen los hechos, y en ellos, la nación entera. Al agudizarse la crisis institucional, económica y social que padecemos por el "efecto Mireya", toda cabeza clara, todo corazón sereno medita lo siguiente: ¡El Estado panameño, o sea la maquinaria de las instituciones públicas, está pulverizada. Es preciso reconstruirlo, dotándolo nuevamente de las dos calidades esenciales a los instrumentos del Estado: autoridad moral y eficiencia en su funcionamiento. Para ello, no hay otro camino que transformar hondamente las instituciones públicas (Ejecutivo-Gobierno, Legislativo y Judicial) de modo que nos parezcan otros, como recién nacidos y purificados con su nuevo nacimiento. Se impone, pues, una reorganización profunda del Panamá político, judicial y administrativo.
Ahora bien: reorganización política, judicial y administrativa significa una renovación de ciertas leyes y reglamentos, un mero cambio de vocablos nada vale si no representa un cambio real en la sociedad. Reformar, transformar las instituciones públicas, es transferir el predominio que hasta ahora han ejercido unas ciertas clases, unos ciertos "clanes familiares", ciertos hombres y mujeres, a otras clases, otros núcleos y otros hombres y mujeres: es modificar la mecánica histórica que ha producido la decadencia panameña. No otra cosa hace cada cual en su casa, en su empresa, en su industria, en su comercio, cuando marchan torpemente los menesteres: cambiar el personal para cambiar de usos.
Todo, pues, impone a cualquier temperamento patriótico y reflexivo la demanda de una transformación ordenada, pero radical, en la vida pública. Sin transformación radical no volverá a haber orden institucional en Panamá, y acaso el desorden se eleve a la potencia de anarquía y de caos.
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