¿Severidad o tolerancia?
Publicado 2003/04/17 23:00:00
En una convivencia de estudio de Semana Santa tuve oportunidad de convivir y conocer a Benito, un chico de inteligencia medio alta y buen corazón. Pero pronto se puso de manifiesto que se negaba a recoger los platos después de la comida, que no ayudaba a los compañeros, que tenía desordenada su ropa y que siempre se las arreglaba para hacer lo menos posible.
Al terminar la convivencia hablé con los padres y me sorprendió que ellos no tenían esa imagen de su hijo. Para ellos, Benito era un chico excelente, con buenos sentimientos y lleno de valores positivos. Con delicadeza les fui describiendo la conducta observada durante la convivencia y al final admitieron que también en casa comía a su capricho, que era el padre el que ponía la mesa mientras Benito veía la televisión; que su madre dejaba la cocina para atender el teléfono mientras el hijo estaba ocupado con un juego de ordenador, que suspendía varias asignaturas porque "el profesor le tenía manía"; que dejaba el abrigo en cualquier sitio y que casi siempre eran los padres los que cedían sin apenas resistencia. Mas, los padres insistían que no debían obligar al chico, sino que las conductas positivas debían salir de él, porque si se hace las cosas forzado, crecería lleno de resentimientos y así no se conseguiría nada.
Esta filosofía es muy razonable, pero mal llevada a la práctica. Los padres deben dar buen ejemplo, pero la excesiva tolerancia es un error grave. No se trata de imponer una disciplina militar, pero tampoco permitir que el hijo haga lo que le dé la gana. Tan equivocado es ser excesivamente severos como excesivamente tolerantes. Un principio pedagógico es estimular la actividad del educando con paciencia y optimismo; que sea él mismo quien se limpie los zapatos, haga la cama, ayude a poner o quitar la mesa, que conteste el teléfono, que abra la puerta cuando llaman y otros trabajos por el estilo. Estos detalles influyen mucho en la formación de un buen carácter y favorecen el ambiente familiar.
De modo tal que el sacrificio de Cristo sigue allí vigente y vivificante: necesitamos mirar permanentemente hacia la Cruz del Gólgota, y entender que el hijo de Dios se hizo hombre por causa nuestra y que a través de su cuerpo sacrificado, ofrenda santa ante Dios Padre, el hombre puede recibir redención de sus pecados y salvación eterna.
De nada vale contemplar la cruz y a Cristo crucificado en ella, pagando nuestros delitos y pecados, a él en quien no fue encontrada falta ni delito alguno, que llevó sobre su cuerpo la paga de nuestros crímenes y no asumimos una actitud de verdadero arrepentimiento.
Bueno es que recordemos que al momento de dictarse la sentencia de condena por nuestra culpa, El, Jesús, dijo: yo pago la falta y el delito, me sustituyo en todo lo malo que haya hecho el hombre. ¡Qué hecho tan relevante, sin precedentes en nuestra historia! No hay émulo respecto a él: toda la ley del amor y de la misericordia infinita se consumó en el sacrificio del Hijo de Dios.
A este santo acto de Dios, poetas y trovadores, pintores y escultores, literatos y fervientes hombres de oración, han dedicado la mejor poesía, el verso más elaborado y rítmico; la canción más armoniosa y sutil que cautiva el alma y el espíritu de todo aquel que la escucha; el cuadro más patético que al ser contemplado desmorona aún al más perverso y vil en llanto compungido hacia el arrepentimiento; la estatua que supera la realidad de la vida en egregio y elocuente idioma que no pronuncia palabra alguna; la narración o la leyenda que al ser contada o recordada nos desbarata por dentro y nos llama a la convivencia pacífica y amorosa entre todos los hombres; en fin, todavía resuena el tierno y sencillo mensaje del Sermón del Monte a través del cual Cristo da al hombre de todos los tiempos y de todas las épocas una reivindicación que César o Faraón alguno no supo dar: la dignidad humana: E hizo Dos al hombre a su imagen y semejanza. Qué más alcurnia social que ésta: el ser llamados Hijos de Dios.
En cuanto a mí y a mi familia corresponde, con sentido gusto y complacencia, puedo decir: Gracias Cristo por hacernos Príncipes de tu Gracia. ¡Gracias por tu sacrificio santo!
(stekrakri@hoitmail.com)
Al terminar la convivencia hablé con los padres y me sorprendió que ellos no tenían esa imagen de su hijo. Para ellos, Benito era un chico excelente, con buenos sentimientos y lleno de valores positivos. Con delicadeza les fui describiendo la conducta observada durante la convivencia y al final admitieron que también en casa comía a su capricho, que era el padre el que ponía la mesa mientras Benito veía la televisión; que su madre dejaba la cocina para atender el teléfono mientras el hijo estaba ocupado con un juego de ordenador, que suspendía varias asignaturas porque "el profesor le tenía manía"; que dejaba el abrigo en cualquier sitio y que casi siempre eran los padres los que cedían sin apenas resistencia. Mas, los padres insistían que no debían obligar al chico, sino que las conductas positivas debían salir de él, porque si se hace las cosas forzado, crecería lleno de resentimientos y así no se conseguiría nada.
Esta filosofía es muy razonable, pero mal llevada a la práctica. Los padres deben dar buen ejemplo, pero la excesiva tolerancia es un error grave. No se trata de imponer una disciplina militar, pero tampoco permitir que el hijo haga lo que le dé la gana. Tan equivocado es ser excesivamente severos como excesivamente tolerantes. Un principio pedagógico es estimular la actividad del educando con paciencia y optimismo; que sea él mismo quien se limpie los zapatos, haga la cama, ayude a poner o quitar la mesa, que conteste el teléfono, que abra la puerta cuando llaman y otros trabajos por el estilo. Estos detalles influyen mucho en la formación de un buen carácter y favorecen el ambiente familiar.
De modo tal que el sacrificio de Cristo sigue allí vigente y vivificante: necesitamos mirar permanentemente hacia la Cruz del Gólgota, y entender que el hijo de Dios se hizo hombre por causa nuestra y que a través de su cuerpo sacrificado, ofrenda santa ante Dios Padre, el hombre puede recibir redención de sus pecados y salvación eterna.
De nada vale contemplar la cruz y a Cristo crucificado en ella, pagando nuestros delitos y pecados, a él en quien no fue encontrada falta ni delito alguno, que llevó sobre su cuerpo la paga de nuestros crímenes y no asumimos una actitud de verdadero arrepentimiento.
Bueno es que recordemos que al momento de dictarse la sentencia de condena por nuestra culpa, El, Jesús, dijo: yo pago la falta y el delito, me sustituyo en todo lo malo que haya hecho el hombre. ¡Qué hecho tan relevante, sin precedentes en nuestra historia! No hay émulo respecto a él: toda la ley del amor y de la misericordia infinita se consumó en el sacrificio del Hijo de Dios.
A este santo acto de Dios, poetas y trovadores, pintores y escultores, literatos y fervientes hombres de oración, han dedicado la mejor poesía, el verso más elaborado y rítmico; la canción más armoniosa y sutil que cautiva el alma y el espíritu de todo aquel que la escucha; el cuadro más patético que al ser contemplado desmorona aún al más perverso y vil en llanto compungido hacia el arrepentimiento; la estatua que supera la realidad de la vida en egregio y elocuente idioma que no pronuncia palabra alguna; la narración o la leyenda que al ser contada o recordada nos desbarata por dentro y nos llama a la convivencia pacífica y amorosa entre todos los hombres; en fin, todavía resuena el tierno y sencillo mensaje del Sermón del Monte a través del cual Cristo da al hombre de todos los tiempos y de todas las épocas una reivindicación que César o Faraón alguno no supo dar: la dignidad humana: E hizo Dos al hombre a su imagen y semejanza. Qué más alcurnia social que ésta: el ser llamados Hijos de Dios.
En cuanto a mí y a mi familia corresponde, con sentido gusto y complacencia, puedo decir: Gracias Cristo por hacernos Príncipes de tu Gracia. ¡Gracias por tu sacrificio santo!
(stekrakri@hoitmail.com)
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