Panamá
Sobre la irreverencia científica
- Arnulfo Arias
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- opinion@epasa.com
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Sus miradas parecían brillar con la inocencia de los niños y, a la vez, con el rigor científico de un médico; una mezcla fascinante parecida a ese fenómeno de encuentro de las grandes aguas que se da entre el Solimões y el río Negro en Amazonas, que parecen bailar juntas y que se separan, a la vez.

Hace algunos días observaba una pequeña congregación de entusiastas estudiantes de medicina de la Universidad Nacional que, por primera vez, tocaban con sus manos un cerebro humano.
Sus miradas parecían brillar con la inocencia de los niños y, a la vez, con el rigor científico de un médico; una mezcla fascinante parecida a ese fenómeno de encuentro de las grandes aguas que se da entre el Solimões y el río Negro en Amazonas, que parecen bailar juntas y que se separan, a la vez.
Es como el encuentro y el saludo entre el mamífero primario de Darwin y del homo deus de Yuval Harari. Se ven esos muchachos portando por primera entre sus manos la portentosa maquinaria del cerebro, portadora de la mente humana; el 2% de nuestro peso corporal y el 100% de nuestra consciencia. Vemos a esos casi niños navegar valientemente por las aguas tormentosas de la duda y de la fe, ese momento y esa transición que va entre el aturdimiento de la incomprensión y la curiosidad infinita del saber humano.
La ciencia debe ser irreverente por naturaleza, porque todo lo que mira está estampado con el tinte subjetivo de la idea, con la pincelada de neuronas y procesos que conforman nuestra realidad artificial. No puede haber un desapego real entre lo que se mira como hombre y lo que desde afuera mira al hombre como la materia.
Toda la creación es alfabética, es subjetiva, cuando es vista desde el lente humano y traducida a la palabra. Por eso, en nada debe sorprendernos que, elevado en su consciencia, por rigores de la ciencia y no por el temor reverencial de fe y de religiosidad, alcance el hombre las alturas mismas de contemplación, mirando entre sus manos el cerebro. ¿Qué nos diferencia, entonces, del resto de la fauna? ¿No es acaso ese cerebro, en términos biológicos, igual que el del resto de criaturas que también lo portan, sin saberlo? ¿Dónde está el asiento de nuestra razón, qué grada es la que ocupa nuestro espíritu? ¿El músculo del corazón es el que siente y el órgano de nuestro estómago el que reciente? Toda esa avalancha existencial converse en ese instante del estudio de la ciencia, que mira desde el lecho de la cuna y que asciende a las alturas del conocimiento ya maduro que se eleva por encima de los hombres.
Así como la infancia y la senectud se tocan, el científico y el ignorante viven juntos en el mismo cuerpo, y son siempre las manos sencillas de los hombres las que portan, al fin, el tubo de ensayo
en los laboratorios. En la medida en que se entienda que el abismo de ignorancia y las elevaciones del conocimiento no son en nada realidades antagónicas, el ser humano avanzará; en la medida en que no pueda comprenderlo, involuciona el hombre hasta perderse en los oscuros tiempos de los pedernales y cavernas. Lo digo porque el uso de tecnologías actuales ha llevado al mundo hacia el camino de exterminación; si eso no es ignorancia desmedida, entonces no sé cómo podríamos llamarla.
Es entonces una realidad que la ciencia sin humildad es sinónimo certero de la propia destrucción. Todo nos lleva a pensar que necesitemos que gravite siempre en los laboratorios la fascinación del ignorante que se siente devorado por instintos de aprender y la contemplación pausada y sabia de la bata blanca, que mira los fenómenos sin hacerles reverencia alguna.
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