Panamá
Sube y Baja del Mundial
- Jaime Figueroa Navarro
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La temporada de fútbol iniciaba al despegue del año escolar en septiembre y se caracterizaba por los nubarrones.

La fiebre del fútbol acarició los lares adolescentes durante mis años de preparatoria en las riberas de Massachusetts, cercano a Boston. Como los norteamericanos se toman muy a pecho los deportes, el plantel contaba con amplias áreas deportivas, implementos, entrenadores y un itinerario de juegos que nos transportaba a todos los lares de Nueva Inglaterra.
La temporada de fútbol iniciaba al despegue del año escolar en septiembre y se caracterizaba por los nubarrones, ventolinas y las matizadas hojas que rodaban de los árboles durante el otoño septentrional. Años mozos repletos de energía aunada por el frescor de la época, en algunas ocasiones cortejado de una que otra escarcha de nieve.
Nuestro entrenador, signore Bazzano era un rudo italiano de ojos azules y cabello sal y pimienta, inmigrante de primera generación con crudo acento y un profundo amor por el fútbol que nos sacaba la mugre a diario esculpiendo cuerpos de corceles pura sangres, sin permitir un respiro durante las dos horas y media de entrenamiento. Sin duda alguna, me encontraba en las mejores condiciones de mi vida, jovencito freshman, alero izquierdo titular.
En aquellos tiempos el istmo acariciaba su fervor deportivo concentrado en el baloncesto y boxeo. Época de grandes campeones mundiales del tinglado y del diminuto encestador estrella de las olimpiadas de México en 1968, Davis Peralta, Jr. Mi padre, eternamente absorto en su faena médica, no contaba con desvelos para aquello, pero si notó mi enorme pasión por el fútbol.
Me sorprendió Toño posterior a mi graduación de preparatoria en Worcester el 7 de junio de 1970, ceremonia a la que asistió en compañía de mi madre Mercedes, convidándome a concurrir en su compañía al mundial de fútbol en ciudad de México. Fue para mí un inesperado sueño, respirando el recién estrenado Estadio Azteca, el séptimo en tamaño en el mundo, y el único recinto sede de dos mundiales, en 1970 con la coronación de Pelé y Brasil y en 1986 consagrando al Pibe Maradona y la albiceleste Argentina.
Por casualidades de la vida y temas de trabajo me tocó presenciar en Río de Janeiro la final de fútbol de 1994, evento acaecido en el Rose Bowl de Pasadena, California donde Brasil se coronó por cuarta ocasión campeón mundial 3-2 sobre Italia en penales. El júbilo y carnaval que se formaron en la ciudad e maravillosa, fue un hito de burbujeante champaña en mi existencia. A pesar de surgir como favoritos este año, sin duda alguna el mejor conjunto, Brasil no contaba con mi beneplácito. Mi preferencia en esta ocasión está con Argentina, la chispa de un Messi que se retira y el fervor de sus sufridas huestes. Argentina, muy símil al ausente Italia, goza del drama, no es un juego bonito, pero con una pizca de suerte se lleva el trofeo. Perder su juego inicial contra Arabia Saudita fue una estocada al corazón de su fanaticada y muchos le daban como el último tango, porque en el fútbol, a lo opuesto de otros deportes, nada es predecible.
La albiceleste fue in crescendo posterior a esa piedrita en el zapato. Cada juego fue mejorando como su buen merlot. El descuido, o la gran sagacidad de Países Bajos, le llevan al empate en los últimos segundos del partido, infartante, terrible carta del destino que logró superar en penales. Un partido que generó canas, carcomidas uñas y seguramente múltiples víctimas de paros cardiacos, resultando difícil presenciar los partidos gauchos sin antes ingerir un calmante. Indistintamente de lo que ocurra, porque repito, el fútbol es impredecible y todos los equipos que restan son excelentes candidatos al trofeo, ojalá el hado nos obsequie el placer de degustar un suculento bife de chorizo y una copa de vino argentino para despedir con creces la genialidad de Messi y el profundo espíritu gaucho.
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