Una cédula inculta
- Eliécer Rodríguez
Hace poco acudí a la Dirección General de Cedulación a retirar mi nuevo documento de identidad y confieso que parece bastante seguro y fuerte para los quehaceres cotidianos en nuestro inclemente medio.
Al ver esta nueva versión, creo que la cuarta en los últimos 20 años, rescaté de la memoria aquellos emotivos momentos cuando el Honorable Magistrado Pinilla regresó de Nueva York, adonde había acudido para una presentación de la nueva cédula panameña, aquella que tenía como fondo las esclusas del Canal de Panamá.
A su juicio éste era un documento imposible de falsificar, suplantar o adulterar. La alegría del Magistrado era radiante, algunos preguntaban si era porque verdaderamente estábamos ante el documento más seguro del mundo como le habían vendido o por el primer viaje que lo estrenaba como nueva autoridad del Tribunal Electoral, institución donde sus dignatarios suelen viajar a menudo.
La historia es ya conocida, la inviolable maravilla vivió apenas un par de años para contarlo. Le sucedió otro modelo y a éste el actual.
Lastimosamente, el recién estrenado documento exhibe errores ortográficos imperdonables. Por ejemplo, mi nombre y apellido llevan acento, pero la cédula los omite. Mientras cursaba la primaria, me llevé varios feroces reglazos, cuando aquello era permitido, por omitir las tildes a tan preclaro sustantivo.
Al inquirir sobre las razones de semejante gazapo, la atenta servidora electoral me respondió que a juicio de la Directora General de Registro Civil, los nombres propios no tienen regla gramatical y por lo tanto no llevan tilde.
Sorprendido por la respuesta nuevamente indagué cómo pronunciaban ustedes el nombre del anterior Director General de Registro Civil, el Escipión moderno que al mejor estilo de Pompeyo recibió como herencia una de las tres legiones del Tribunal Electoral: Dámaso, Damasó o Da Mazo.
Luego de una breve pero contagiosa risa, coincidimos en que quizás la nueva mandamás de Registro Civil tenga algo de razón, pero lógicamente con relación a sus dos nombres y sus dos apellidos que se campean entre Estados Unidos de Norteamérica y Francia, pero no para el resto de los mortales.
Si lo que dispone el Registro Civil es un mandato para todos, entonces el Ministerio de Educación tendrá que considerar en su reforma o transformación curricular esta nueva norma de hecho y detener la masacre que los docentes de educación primaria cometen contra indefensos niños que reciban como identidad un nombre en español como por ejemplo, María y no Maria, Néstor y no Nestor, Emérita y no Emerita, Caifás y no Caifas, Agustín y no Agustin, y mil etcéteras más, cuando sus impróvidos discentes decidan omitir las tildes por pereza o por ignorancia.
Gracias a Dios la cédula panameña es un documento doméstico que apenas sirve para identificarnos ante los policías, que por fortuna o desgracia son agentes con limitada educación o ante los cajeros en los bancos, que están allí no precisamente por tener los niveles de educación más elevados o ante los registradores de partidos políticos que tampoco exhiben un connotado historial académico. Si tuviésemos que presentarla ante personalidades académicas, sobre todo fuera de Panamá, dudarían mucho acerca de nuestra cultura o por lo menos cavilarían en cuanto a la lengua oficial del país.
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