Vida y muerte de la palabra
- Juan Carlos Ansin
Nadie sabe cuándo y cómo nació la palabra. Sospecho que fue cuando alguien se puso a pensar, pues nadie puede hacerlo sin palabras. Quien haya dictado -o escrito- el Génesis, afirma que en el principio fue el Verbo. Para la gramática, en todas las lenguas, el verbo indica acción. Es posible pues, que en el principio lo primero fuera el verbo pensar. No hay en ello contradicción alguna: Pienso, luego existo, dijo Descartes. De modo que la existencia tendría su causa en el pensamiento, y el pensamiento, en la existencia. Una causalidad -teológica o apomíxica- retroalimentada ad infinitum. De allí que la legitimidad de la palabra resida en la fidelidad de lo expresado en la lengua de uso.
Pero de la palabra -no del pensamiento- también se hace abuso. Unas veces por descuido y otras, por desconocimiento. Como el precepto jurídico indica que ignorar la ley no es excusa para violarla, lo mismo debiera ser aplicado cuando utilizamos mal el idioma y en especial, los diversos significados y sentidos que las palabras tienen para la comprensión de las ideas. Desconocerlos, nos lleva a malinterpretar o a no entender lo que se dice o se lee. El conocimiento es pues, esclavo de la palabra y la palabra, lo es de la verdad. Dice O. Wilde: “Si no se tiene la suficiente fantasía para probar una mentira, mejor es que se diga la verdad”.
Las palabras suelen ser maltratadas y hasta torturadas. Decir, por ejemplo que en el panteón de los escritores “se encenderá un cendal por los muertos”, es darle al velo, además de su legítima propiedad de cubrir o de ocultar, el equívoco significado de iluminar. De la lengua, todos somos torturadores y sicarios, pero el idioma es inmortal y aunque se lo cuide como si fuera un vergel del paraíso terrenal, siempre termina manoseado. La cultura es el medio donde florece el idioma, aún en terrenos inhóspitos, como el de los idiomas fronterizos. Allí están el lunfardo y el espanglish y el idioma asintáctico blackberry, con los que tropezamos diariamente.
En cuanto al asesinato de palabras, como el de las personas, hay culpables anónimos que escriben sin castigo. Personalmente, cuando quiero revivir a mis muertos, suelo visitarlos en el cementerio. Allí están, en sus tumbas, pero vivos en mi memoria. Algunos lectores me recriminan el uso de términos difíciles o incómodos, que les obliga a acudir a ese otro cementerio de palabras llamado diccionario, que algunos visitan para revivir conceptos muertos. Me aconsejan no utilizar palabras caras. Siempre respondo lo mismo: el que escribe, no puede devaluar la lengua que lo nutre, pauperizando el idioma o matando palabras a troche y moche, pues de ese modo se termina por vivir en la miseria memética. Lo que intento, es acudir diariamente al cementerio de la RAE y rescatar alguna que otra palabra del olvido. Pues la palabra muere, cuando no se usa, y la matamos, cuando la usamos mal.
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