Bastardos sin gloria
- REDACCION
El Séptimo Arte es el gran protagonista de la última película de Quentin Tarantino. O, pensándolo mejor, se trata del gran homenajeado.
El desmesurado realizador norteamericano no sólo les rinde honores al género bélico, al western, incluso a ciertos pasos de comedia, sino -de manera explícita- a realizadores como Leni Riefenstahl y Georg Wilhelm Pabst. Por otra parte, un héroe de ficción es crítico de cine además de soldado del Ejército británico, otro (otra, en realidad) administra una pequeña sala en París, y un tercero (de nuevo, tercera) es doble agente y actriz.
Por si esto fuera poco, el autor de Kill Bill 1 y 2, Pulp fiction y Perros de la calle alude a la atención que los Estados totalitarios (y no tanto) suelen prestarle al cine en tanto herramienta publicitaria. En este sentido, cabe destacar la mención del proyecto que impulsó Joseph Goebbels para combatir la propaganda estadounidense de Hollywood, y la relevancia acordada al personaje de Fredrick Zoller como actor fetiche de un nazismo historietizado.
Sin dudas, el sumun reverencial se produce al final de la película, con la venganza espectacular que Shosanna y Marcel ejecutan contra el mismísimo Führer. ¿Acaso Bastardos sin gloria sugiere que el cine en mano de ciertos espíritus subversivos -o “libertarios” desde una concepción más romántica- es mucho más poderoso que su versión industrial, al servicio del statu quo?
Además del juego de interpretaciones que propone Tarantino, cabe destacar su tino a la hora de convocar a un elenco internacional, acorde con la anglo/ franco/germanofonía que exige el guión (agradecemos este acierto quienes detestamos los cocoliches idiomáticos en coproducciones como ésta y ésta). Entre tantos actores, quien más se luce -incluso más que el aquí irreprochable Brad Pitt- es el desconocido Christoph Waltz, a cargo del coronel Hans Landa.
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