Elegía por un Samoyedo
Publicado 2002/05/04 23:00:00
- El Gitano
Al parecer, un ciudadano español crió los primeros ejemplares de Samoyedos en Panamá. ¿Cómo logró que un lobo de la nieve pudiese vivir en el clima tropical? Esa fue mi perplejidad cuando Lourdes y Rodrigo Ibáñez, veterinarios gentiles y talentosos, nos regalaron a Yuri.
Al llegar el crepúsculo, ya no lo veo atravesar rápidamente el patio interior del porche, entremezclándose el centelleo de su pelambre nívea con las rejas blancas de la casa. Cuando yo abría la puerta, él se lanzaba sobre mi cuerpo, urgiéndome a que lo sacara a pasear por el perímetro de Villa Lilla, como lo hacíamos todas las noches. Briznas de sus pelos, como lana de cashemere, se adherían a mi ropa y lanzaba rugidos insistentes para expresarme su deseo perentorio del paseo nocturno.
Pero Yuri fue un perro que no ladraba. Fue un perro que, en realidad, no era un perro sino un lobo de las estepas de Siberia, un ejemplar de la raza Samoyedo, crisol de un largo proceso de adaptación genética de la especie lupina a las necesidades domésticas del hombre.
Los antepasados de los Samoyedos fueron lobos que se reprodujeron libremente en los bosques de Siberia. Corrían las manadas en la nieve de las últimas glaciaciones, habituadas a la cruda temperatura de la tundra y a la aspereza de la vida salvaje. Pero la libertad insumisa de los lobos fue desvaneciéndose cuando los campesinos de la región encararon la necesidad de transportarse en trineos a través de la nieve. Ningún caballo o mula podía resistir las temperaturas siberianas, ni menos aún habituar sus pezuñas a los cascajos de las estepas nevadas. Sólo un lobo de la región era capaz de la hazaña.
Aquellos lobos produjeron los Samoyedos, gracias a la capacidad de domesticación de tenaces rusos. Samoyedos fueron los correos del Zar que fatigaban las llanuras nevadas. Samoyedos transportan a Miguel Strogoff en la célebre novela de Julio Verne por abruptos caminos, desafiando la ira de los abuelos lobos que rechazaron la domesticación.
Al parecer, un ciudadano español crió los primeros ejemplares de Samoyedos en Panamá. ¿Cómo logró que un lobo de la nieve pudiese vivir en el clima tropical? Esa fue mi perplejidad cuando Lourdes y Rodrigo Ibáñez, veterinarios gentiles y talentosos, nos regalaron a Yuri. Apiadada del efecto del calor sobre Yuri, Tita cuidaba que estuviera siempre cerca de un abanico y de una buena provisión de agua helada.
Cuando yo paseaba con Yuri sentía que reaparecía en él la fuerza de los lobos de los trineos. Por momentos, realmente, me arrastraba. Mis sobrinos bromeaban, al verme pasar con Yuri: "Tío Mario, ¿usted lleva al perro o el perro lo está llevando?
En los paseos por Villa Lilla, al paso de Yuri se alborotaban los perros del vecindario con ladridos hostiles. "Un horizonte de perros horada la noche", dice Federico García Lorca en un poema. Indignaba a los perros domésticos la indiferencia desdeñosa de Yuri a sus ladridos. Sencillamente los ignoraba. Ellos eran perros de casa, guardados por sus amos. El era un Samoyedo que, con su vigoroso andar de trineo, convertía en nieve el asfalto.
Tenía los ojos rasgados de José Stalin. Y algo de su imperioso totalitarismo. A las seis de la tarde o a la medianoche, a la hora que yo llegara a la casa, él estaba esperándome para obligarme a salir con él a la repetición de nuestro paseo nocturno. Así se deslizó la dicha perruna hasta que, a pesar de las advertencias de Tita, la fumigación irresponsable de cierta empresa dejó sustancias raticidas en el patio que envenenaron al buen Yuri. Al amanecer, descubrimos que había mordido los hilos de la hamaca en la desesperación de su dolor. Arrastraba los cuartos traseros y no lograba levantarse. Velozmente le llevé a la clínica Ibáñez de nuestros queridos Lourdes y Rodrigo, ángeles guardianes de los caninos. Murió al amanecer, atormentado por el veneno. Nunca me repondré de la muerte de Yuri.
Tampoco logro recuperarme de la desaparición de Clay, envenenado por la saliva letal de un sapo, en la casa de Coronado. Era un Boxer de pedrigree, ejemplar único color caramelo con manchas blancas en la frente y el vientre. Tita lo trajo de Lima, cachorrito, con su hermana Bonnie, que murió después en circunstancias que no deseo recordar. Con su fiero rostro churchiliano, Clay escondía su noble corazón. Se crió con Candy, nuestra tierna salchicha que todavía nos acompaña. Clay gruñía a Damián, Doberman nigérrimo, señor de señores, leal y cariñoso. Dos machos de su bravura, ciertamente, no podían convivir porque algún día pelearían hasta la muerte, dirimiendo la clásica superioridad del más fuerte. Afortunadamente los separamos para impedir el encuentro.
Llevamos a Damián a Coronado, donde aún permanece, altivo y caballeroso con amigos, fiero y temible con extraños. No podemos omitir a la dálmata "Mancha" del recuento canino. La adquirimos muy pequeñita, como mascota del Club de la Mancha, al que pertenecen nuestros amigos más queridos. Tanto engreimiento, tanta dulzura, deformó el carácter de "Mancha" . Se volvió egoísta, agresiva y cruel con sus congéneres y aún con sus propios hijos.
De las dos camadas de Dálmatas que nos ha dado "Mancha", sólo nos hemos quedado con su hija Pecas. "Mancha" es un deslumbrante ejemplar de Dálmata extraordinariamente hiperactiva, peligrosamente celosa y tiernamente cariñosa. "Pecas" , a la que llamo "Repecas", es lo contrario de "Mancha": humilde, tranquila, hasta que se junta con su inquieta madre y ambas se largan a correr por los caminos polvorientos de Coronado.
En la breve historia de mis canes favoritos, es mi deber escribir de "Fresquillo", un perro callejero español que me adoptó allá por mis años en Madrid. "Fresquillo" vivía seis meses al año en la pensión de doña Trini, donde yo residía, y desaparecía misteriosamente otro tanto. Un día descubrí que tenía una vida doble y dos nombres. Con nosotros se llamaba "Fresquillo", pero con los amos de la mitad del año su nombre era "Centella". Coincidimos una mañana con los dueños en la puerta de un café. Yo le llamaba "Fresquillo" ven para acá, y los otros le motejaban "Centella". El pobre no supo a quién seguir; yo era un amigo de paso, y le dejé ir por las callejuelas de Puerta Cerrada, al pie de la Plaza Mayor. Cada vez que regreso a Madrid y recojo mis pasos por ese barrio, que parece extraído de una novela de Benito Pérez Galdós, evoco a "Fresquillo", personaje único de la picaresca canina.
De Venezuela llevé al Perú a "Bandido", un perro mestizo notablemente inteligente que compré un domingo en la Plaza Carabobo. Viejo y semiciego lo dejé en Lima, después de haber admirado su astucia de caraqueño por varios años. Ladró todo el trayecto del avión de Caracas a Lima, a pesar de las inyecciones sedativas que le administraron. "Bandido" disipó la nostalgia del destierro, fue un compañero inolvidable en lo que es la peor de las frustraciones, la del hombre que quiere volver a su patria y le impiden que lo haga. Viejo y semiciego lo dejé en Lima, después de haber admirado su astucia de caraqueño por varios años inolvidables en la Venezuela saudita de los años setenta.
Pretendí mitigar su ausencia con un bello perro Afgano de largas crines color hoja de tabaco, que me obsequió Marcia Agois, esposa de un amigo limeño. "Giafar" era casquivano y vanidoso. Galopaba como un caballo berebere y no había quien pudiera retenerlo cuando se escapaba. Sospecho que era exhibicionista porque le agradaba que lo miraran cuando iba en automóvil y el viento flameaba sus crines.
Pero vuelve "Yuri", el Samoyedo, en mi reminiscencias como uno de los perros más extraños y más hermosos de mi trayectoria de canófilo empedernido. Lo evoco a menudo y me entristece no poder regresarlo de su paraíso original de abetos y llanuras nevadas para pasear con él otra vez entre las sombras de Villa Lilla.
Ahora ha retornado la alegría a la familia gracias a "Tote", cachorro de Pitbull Terrier, regalo de Tito y Vanessa a la casa. Dientes afilados, piel de topacio, cara de león. "Tote" avanza a paso ligero, acompañándome por las veredas de Villa Lilla. "Brownie", hembra de Doberman de una casa vecina, que antes detestaba a "Yuri", ladró furiosamente la primera vez que lo vio, pero ahora se avergüenza de su dureza con el cachorro de Pitbull, aunque no presiente que en muy poco tiempo, este intrépido "Tote" la va a poner a correr. "Tote" se ha convertido en "Trote": trota, meneando la cola, desplazando los músculos, con elegancia felina. Tote", en resumidas cuentas, promete la felicidad.
Pero Yuri fue un perro que no ladraba. Fue un perro que, en realidad, no era un perro sino un lobo de las estepas de Siberia, un ejemplar de la raza Samoyedo, crisol de un largo proceso de adaptación genética de la especie lupina a las necesidades domésticas del hombre.
Los antepasados de los Samoyedos fueron lobos que se reprodujeron libremente en los bosques de Siberia. Corrían las manadas en la nieve de las últimas glaciaciones, habituadas a la cruda temperatura de la tundra y a la aspereza de la vida salvaje. Pero la libertad insumisa de los lobos fue desvaneciéndose cuando los campesinos de la región encararon la necesidad de transportarse en trineos a través de la nieve. Ningún caballo o mula podía resistir las temperaturas siberianas, ni menos aún habituar sus pezuñas a los cascajos de las estepas nevadas. Sólo un lobo de la región era capaz de la hazaña.
Aquellos lobos produjeron los Samoyedos, gracias a la capacidad de domesticación de tenaces rusos. Samoyedos fueron los correos del Zar que fatigaban las llanuras nevadas. Samoyedos transportan a Miguel Strogoff en la célebre novela de Julio Verne por abruptos caminos, desafiando la ira de los abuelos lobos que rechazaron la domesticación.
Al parecer, un ciudadano español crió los primeros ejemplares de Samoyedos en Panamá. ¿Cómo logró que un lobo de la nieve pudiese vivir en el clima tropical? Esa fue mi perplejidad cuando Lourdes y Rodrigo Ibáñez, veterinarios gentiles y talentosos, nos regalaron a Yuri. Apiadada del efecto del calor sobre Yuri, Tita cuidaba que estuviera siempre cerca de un abanico y de una buena provisión de agua helada.
Cuando yo paseaba con Yuri sentía que reaparecía en él la fuerza de los lobos de los trineos. Por momentos, realmente, me arrastraba. Mis sobrinos bromeaban, al verme pasar con Yuri: "Tío Mario, ¿usted lleva al perro o el perro lo está llevando?
En los paseos por Villa Lilla, al paso de Yuri se alborotaban los perros del vecindario con ladridos hostiles. "Un horizonte de perros horada la noche", dice Federico García Lorca en un poema. Indignaba a los perros domésticos la indiferencia desdeñosa de Yuri a sus ladridos. Sencillamente los ignoraba. Ellos eran perros de casa, guardados por sus amos. El era un Samoyedo que, con su vigoroso andar de trineo, convertía en nieve el asfalto.
Tenía los ojos rasgados de José Stalin. Y algo de su imperioso totalitarismo. A las seis de la tarde o a la medianoche, a la hora que yo llegara a la casa, él estaba esperándome para obligarme a salir con él a la repetición de nuestro paseo nocturno. Así se deslizó la dicha perruna hasta que, a pesar de las advertencias de Tita, la fumigación irresponsable de cierta empresa dejó sustancias raticidas en el patio que envenenaron al buen Yuri. Al amanecer, descubrimos que había mordido los hilos de la hamaca en la desesperación de su dolor. Arrastraba los cuartos traseros y no lograba levantarse. Velozmente le llevé a la clínica Ibáñez de nuestros queridos Lourdes y Rodrigo, ángeles guardianes de los caninos. Murió al amanecer, atormentado por el veneno. Nunca me repondré de la muerte de Yuri.
Tampoco logro recuperarme de la desaparición de Clay, envenenado por la saliva letal de un sapo, en la casa de Coronado. Era un Boxer de pedrigree, ejemplar único color caramelo con manchas blancas en la frente y el vientre. Tita lo trajo de Lima, cachorrito, con su hermana Bonnie, que murió después en circunstancias que no deseo recordar. Con su fiero rostro churchiliano, Clay escondía su noble corazón. Se crió con Candy, nuestra tierna salchicha que todavía nos acompaña. Clay gruñía a Damián, Doberman nigérrimo, señor de señores, leal y cariñoso. Dos machos de su bravura, ciertamente, no podían convivir porque algún día pelearían hasta la muerte, dirimiendo la clásica superioridad del más fuerte. Afortunadamente los separamos para impedir el encuentro.
Llevamos a Damián a Coronado, donde aún permanece, altivo y caballeroso con amigos, fiero y temible con extraños. No podemos omitir a la dálmata "Mancha" del recuento canino. La adquirimos muy pequeñita, como mascota del Club de la Mancha, al que pertenecen nuestros amigos más queridos. Tanto engreimiento, tanta dulzura, deformó el carácter de "Mancha" . Se volvió egoísta, agresiva y cruel con sus congéneres y aún con sus propios hijos.
De las dos camadas de Dálmatas que nos ha dado "Mancha", sólo nos hemos quedado con su hija Pecas. "Mancha" es un deslumbrante ejemplar de Dálmata extraordinariamente hiperactiva, peligrosamente celosa y tiernamente cariñosa. "Pecas" , a la que llamo "Repecas", es lo contrario de "Mancha": humilde, tranquila, hasta que se junta con su inquieta madre y ambas se largan a correr por los caminos polvorientos de Coronado.
En la breve historia de mis canes favoritos, es mi deber escribir de "Fresquillo", un perro callejero español que me adoptó allá por mis años en Madrid. "Fresquillo" vivía seis meses al año en la pensión de doña Trini, donde yo residía, y desaparecía misteriosamente otro tanto. Un día descubrí que tenía una vida doble y dos nombres. Con nosotros se llamaba "Fresquillo", pero con los amos de la mitad del año su nombre era "Centella". Coincidimos una mañana con los dueños en la puerta de un café. Yo le llamaba "Fresquillo" ven para acá, y los otros le motejaban "Centella". El pobre no supo a quién seguir; yo era un amigo de paso, y le dejé ir por las callejuelas de Puerta Cerrada, al pie de la Plaza Mayor. Cada vez que regreso a Madrid y recojo mis pasos por ese barrio, que parece extraído de una novela de Benito Pérez Galdós, evoco a "Fresquillo", personaje único de la picaresca canina.
De Venezuela llevé al Perú a "Bandido", un perro mestizo notablemente inteligente que compré un domingo en la Plaza Carabobo. Viejo y semiciego lo dejé en Lima, después de haber admirado su astucia de caraqueño por varios años. Ladró todo el trayecto del avión de Caracas a Lima, a pesar de las inyecciones sedativas que le administraron. "Bandido" disipó la nostalgia del destierro, fue un compañero inolvidable en lo que es la peor de las frustraciones, la del hombre que quiere volver a su patria y le impiden que lo haga. Viejo y semiciego lo dejé en Lima, después de haber admirado su astucia de caraqueño por varios años inolvidables en la Venezuela saudita de los años setenta.
Pretendí mitigar su ausencia con un bello perro Afgano de largas crines color hoja de tabaco, que me obsequió Marcia Agois, esposa de un amigo limeño. "Giafar" era casquivano y vanidoso. Galopaba como un caballo berebere y no había quien pudiera retenerlo cuando se escapaba. Sospecho que era exhibicionista porque le agradaba que lo miraran cuando iba en automóvil y el viento flameaba sus crines.
Pero vuelve "Yuri", el Samoyedo, en mi reminiscencias como uno de los perros más extraños y más hermosos de mi trayectoria de canófilo empedernido. Lo evoco a menudo y me entristece no poder regresarlo de su paraíso original de abetos y llanuras nevadas para pasear con él otra vez entre las sombras de Villa Lilla.
Ahora ha retornado la alegría a la familia gracias a "Tote", cachorro de Pitbull Terrier, regalo de Tito y Vanessa a la casa. Dientes afilados, piel de topacio, cara de león. "Tote" avanza a paso ligero, acompañándome por las veredas de Villa Lilla. "Brownie", hembra de Doberman de una casa vecina, que antes detestaba a "Yuri", ladró furiosamente la primera vez que lo vio, pero ahora se avergüenza de su dureza con el cachorro de Pitbull, aunque no presiente que en muy poco tiempo, este intrépido "Tote" la va a poner a correr. "Tote" se ha convertido en "Trote": trota, meneando la cola, desplazando los músculos, con elegancia felina. Tote", en resumidas cuentas, promete la felicidad.

Para comentar debes registrarte y completar los datos generales.