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Día D / Apuntes sobre literatura, vino y erotismo

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Apuntes sobre literatura, vino y erotismo

Publicado 2010/07/24 23:12:25
  • Jesús Nieves Montero
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Catar un vino es como abrazar. La emoción del vino es comparable al amor carnal. El vino tiene un efecto erótico en las personas. Es un objeto de sensualidad, de reencuentro”.

Cada vez que me siento a conversar con un especialista del mundo del vino, en algún momento me refiere su carácter “social”: ‘el vino convoca’, me dijo una vez Hugo Sabogal de Wines of Argentina, y es la forma como resume ese conjunto de repeticiones que no llegan a ser redundantes.

Pero en esas conversaciones, en la formalidad de los eventos y las catas, parece escapar el otro lado del vino, el que más lo vincula con los sentidos. Por eso celebro lo que le dijo alguna vez Juliette Gréco, la llamada “Musa de los existencialistas” a Le Figaro: “catar un vino es como abrazar. La emoción del vino es comparable al amor carnal. El vino tiene un efecto erótico en las personas. Es un objeto de sensualidad, de reencuentro”. Son frases que, sin el peso absoluto de las leyes científicas, ya confirman lo que cualquiera que bebe vinos y lee libros sabe: que ambos son un placer sensual.

Ni se lee sólo con los ojos ni se degusta sólo con nariz y boca porque, cuando Gatsby se queda mirando la luz verde en las noches, alejado de las fiestas de las cuales era anfitrión, leemos también con el corazón y con los poros que se erizan de emoción y envidia a la idolatría que sentía por Daisy. Y cuando probamos un sorbo de una botella de hace diez, quince, veinte o más años, también degustamos con la memoria que acaricia las impresiones asociadas a esos años, recuerdos vividos, imaginados —leídos acaso— de las jornadas de vendimia y del reposo arrobador de la madera y luego la severidad y solemnidad del corcho y el vidrio.

Vino es placer, vino es descubrimiento. Porque las botellas, como los libros, ya contienen en sí todo lo que pueden ser, pero el éxito al descifrar sus complejidades depende, y no puede ser de otra forma, de quien se acerca a ellas. La botella y el libro se dejan cortejar en los primeros sorbos, las primeras páginas. La botella y el libro tienen un atractivo contenido o provocador, delicado o voluptuoso. La botella y el libro desean ser desnudados, a veces invitan a hacerlo, a veces esperan por una osadía. La botella y el libro quieren ser revelados, pero no de cualquier manera, sino siguiendo los rituales que son, a la vez, ancestrales y profundamente vigentes. La botella y el libro cederán ante quien persevera y se abrirán a una entrega tan total que sólo un resumen somero puede registrarse con palabras. El resto forma parte de esas vaguedades etéreas y fundamentales que van conservándose en la memoria y se perderán después de nuestro último instante cuando dejemos de respirar.

Por la intensidad que satura los momentos, el amante, como el entusiasta del vino, puede sin duda alguna, hablar de sus placeres, referirlos, pero con prudencia, porque ambos son artes ocultos y aunque se quisiera compartir toda la iluminación, todo el placer que se tiene en el encuentro íntimo, sólo quedaría una caricatura que, seguramente, es más propia de quien nada ha vivido y se limita apenas a fantasear con aquello que, envidioso, sabe que otros experimentan.

Por eso, el vino en la Biblia y El Corán, Las mil y una noches y El Quijote, Homero y Hemingway, Petronio y Borges. Por eso, el vino en la antesala de la cena romántica, como contrapunto de la gastronomía o como plato fuerte, con su presencia líquida que desde el cosquilleo de las burbujas en el paladar hasta el firme dulzor de un Porto, pasando por el tacto sedoso y la reverberación de los buenos blancos, tintos o rosados, abre los sentidos como quien comienza a aprender un nuevo idioma y graba las primeras palabras que, con el tiempo, podrá utilizar en oraciones.

Entonces, erotismo, vino y literatura no es leer un par de poemas y tomar un par de copas para desinhibirnos y ser, breves minutos, otros a quienes no les apena la indulgencia de la carne. Erotismo, vino y literatura, para quien se detiene a presenciar, para quien asiste, es un viaje inevitable a nuestro centro, allí donde reposan nuestras noblezas y vilezas, desde donde surgen los gestos destinados a tatuar nuestra memoria.

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